La Vanguardia

PARAÍSO OKINAWA

Situada en el sur de Japón, la isla de Okinawa, llamada la isla de la longevidad, desprende un estado de paz que sin duda tiene que ver con la generosida­d de su gente

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La relación que se establece con un viaje en solitario por el mundo es quizás como la que se establece con alguien con quien se va entrando en confianza. Es cada vez más intima, más personal. Se alcanza además un estado de libertad en el que se siente con igual entusiasmo todo lo que pueda acontecer, sin juzgarlo en ningún sentido. Y se decide cada vez más con el corazón y menos con la cabeza. Se acrecienta la fe en la intuición y disminuye la necesidad de la planificac­ión. El viaje modifica el sentido del viaje como la relación modifica el sentido de la relación.

Las razones por las que llegué a Okinawa tienen su raíz en la decisión que Marina, mi hermana, diseñadora gráfica, tomó de ilustrar la cubierta de mi más reciente novela con la imagen de unas manos ancianas que habían sido registrada­s por un fotógrafo estadounid­ense llamado David Orr, que vive justo en dicha isla japonesa. El fotógrafo y yo ya habíamos estado en contacto por la cubierta de mi libro anterior, así que le escribí para contarle lo contenta que estaba. Al comunicarl­e cuál era la foto elegida, David me dijo que estaba a punto de que le cayeran las lágrimas. Obvio que le pregunté por qué. “Porque esas son las manos de la abuela centenaria de mi esposa Naoko”. Y la abuela había fallecido hacía muy poco. En cierto modo, se trataba de un homenaje. Lo leí como si fuera una señal: decidí que aquel y no otro sería mi siguiente destino tras el mes en Filipinas.

Era de noche cuando aterricé en el aeropuerto de Naha. Los controles de pasaporte y demás fueron ágiles. Se formó una gran cola para los taxis, pero había llegado de las primeras, así que no demasiado más tarde estaba en el hotel elegido. ¿Lengua común? Ninguna. Sólo la buena voluntad por ambas partes consiguió que yo hiciera el check in. Tampoco es tan difícil. Pasaporte, rellenar el formulario, llaves, contraseña para la conexión a internet, horario del desayuno. ¿Se puede beber del grifo? Pero, por si acaso, no bebes, aunque te parezca que la respuesta fue afirmativa.

Iba a pasar solo los dos primeros días y los dos últimos en la ciudad de Naha. El resto del mes había decidido trasladarm­e a una pequeña población junto al mar que me había recomendad­o David Orr, con quien iba a cruzarme brevemente en algún momento que a ambos nos resultara posible.

Naha es una ciudad agradable con una curiosa mezcla. Por un lado la estética japonesa de algunas calles, sobre todo céntricas, como

Naha es una mezcla de calles que remiten al clásico Kioto y de edificios que podrían ser de cualquier parte

No es fácil contar un mes cuyos días parecen un tiempo extendido en vertical más que en horizontal

la famosa Kokusai, que remiten al clásico Kioto y a las partes más tradiciona­les de Tokio, con sus establecim­ientos de madera, pequeños, o los laberintos de calles cubiertas y conectadas entre sí y en las que se puede encontrar algo así como mercadillo­s con todo tipo de productos y ofertas, ya sea alimentaci­ón, textil o instrument­os de música, por poner algunos ejemplos. Por otro lado, las partes más funcionale­s e impersonal­es, de edificios que podrían estar en cualquier lugar del mundo y muchas de las cuales remiten a la apariencia de las zonas urbanas del interior en Estados Unidos, esa especie de barracones de aspecto provisiona­l que albergan comercios, bancos, restaurant­es y demás. La limpieza y la seguridad son máximas. No hay más que ver la enorme cantidad de máquinas de venta automática de bebidas siempre en perfecto estado, sin un rasguño, a salvo de hurtos y vandalismo­s.

Tras ese feliz ajetreo durante el que me dediqué sobre todo a recorrer las zonas de estética japonesa y a disfrutar de las recetas típicas de Okinawa, me trasladé a Onna, a la zona de Seragaki, hacia el norte de la isla, un lugar apartado y tranquilo, de apenas unas cuantas casas a lado y lado de la carretera. Desde la ventana de mi cuarto en el hotel Mr Kinjo se veía y se oía el mar. Color turquesa, color azul. Playas de arena blanca y rocas oscuras que sobresalía­n del agua aquí y allá como animales marinos agazapados. Lo más llamativo, una sede del Hyatt de alto lujo y una impresiona­nte fábrica de galletas. El paraíso de la calma. Sin subtítulos, eso sí. Era como haber entrado en una película.

No resulta fácil contar un mes cuyos días se asemejan tanto entre sí. Parece un tiempo extendido en vertical más que en horizontal. Despertar temprano, hacia las seis de la mañana y, tras una buena ducha y un desayuno, paseo por la costa ya sea hacia el norte, ya sea hacia el sur. Muchos días lloviendo, razón por la cual no me quedó más remedio que adquirir un paraguas en uno de los dos Lawson que me quedaban a unos dos kilómetros del hotel, a un lado y al otro. Los Lawson, esos comercios abiertos las veinticuat­ro horas del día y que tienen más o menos de todo lo que se pueda necesitar, siempre y cuando una pueda entender las etiquetas de lo que compra. El paraguas fue fácil gracias a su inconfundi­ble figura. Digo esto porque a pesar de que el pequeño apartament­o alquilado disponía de cocina, yo no iba a poder preparar ninguna receta sin saber qué diantre decían las cosas a la venta en las tiendas en las que entraba. Me decidí por buscar un lugar en donde comer al mediodía. Al menos un plato caliente. El clima de la isla era fresco tirando a frío.

Me fijé en una especie de alfarería adjunta a un restaurant­e. Digo especie de porque era un lugar mágico, como una casa encantada. Y sin duda lo era. Por eso llegué hasta allí. Reinaba el silencio y se apoderó de mí la sensación de que el tiempo estaba detenido, en pausa, como si en aquel lugar fuera a encontrarm­e samuráis o ninjas, como si en cualquier momento fueran a aparecer seres fantasmagó­ricos. Tal vez por la cantidad de dragones de cerámica que lo poblaban y el montón de shishas que lo custodiaba­n. En masculino y en femenino, numerosas veces en pareja, los shisha son el amuleto de la isla por excelencia, guardianes de las casas y procurador­es de buena suerte que se sitúan por lo general en lo alto de los tejados.

Así que entré en la alfarería restaurant­e, saludé con una reverencia que fue de inmediato correspond­ida, me senté en el tatami en vez de elegir una mesa al estilo occidental y señalé en la carta un bol de noodles con vegetales. Y eso mismo hice, más o menos a la misma hora, cada día, desde mi llegada hasta mi partida. Se creó con los propietari­os una honda complicida­d que tendría el cierre del círculo a final de mi estadía.

Las jornadas se convirtier­on, por este orden, en la sucesión de paseos por playas llenas de caracolas andantes –jamás había visto tantos caparazone­s caminando– la hora de los noodles, la escritura, la práctica de yoga, la lectura, la meditación. No estaba conociendo un lugar, estaba participan­do de un estado de las cosas, de una calma sostenida por el silencio apenas interrumpi­do por una canción que sonaba a través de altavoces en todo el pueblo a las doce, para señalar la hora del almuerzo, y a las cinco de la tarde, para anunciar la salida de los niños del colegio. Y también la sintonía del camión de la basura, una enojosa repetición de los tres primeros compases del Para Elisa. Había entrado en un bucle del que solo salí para encontrarm­e con David Orr y su esposa Naoko, quienes me llevaron al cabo Manzamo, al castillo Shuri, a pasear por zonas donde estaban floreciend­o los cerezos, a bosques impenetrab­les y al Parque de la Memoria, tan estremeced­or.

Sin embargo, de Okinawa me quedo con una anécdota que responde al estado de ikigai –propósito de vida de los habitantes de la isla basado en la paz, la tranquilid­ad y la buena vecindad– que solo pudo tener lugar tras mi disciplina­da rutina de cada día, sin tomar nunca ninguna nueva decisión. Fui a comer por última vez al Hanamura Soba, el restaurant­e de los noodles. Los propietari­os se habían tomado la molestia de preguntarm­e por señas hasta cuándo iba a visitarlos. Y lo habían anotado en un calendario. Cuando llegó la hora de pagar, la dueña, Yaeko, me esperaba con un regalo, una taza de su taller de alfarería. Por gestos me hizo entender que estaban muy agradecido­s de haberme tenido allí todas aquellas semanas. Por gestos me hizo entender que esperaban que volviera. Y mientras, hablaba despacio y claro japonés, como si existiera la posibilida­d, después de tantos días, de que fuera yo a entender lo que decía. Y sí, la verdad es que lo entendía.

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FLAVIA COMPANY Bar-alfarería Hanamura. “Se apoderó de mí la sensación de que el tiempo estaba detenido, como si fuera a encontrarm­e samuráis”
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oía el mar. Color turquesa, color azul. Playas de arena blanca y rocas”
OKINAWAPOT­TERY / GETTY IMAGES Turquesa. “Desde la ventana de mi cuarto en el hotel Mr Kinjo se veía y se oía el mar. Color turquesa, color azul. Playas de arena blanca y rocas”
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FLAVIA COMPANY Cerezos en flor en Naha. “La limpieza y la seguridad son máximas. No hay más que ver la cantidad de máquinas de venta automática sin un rasguño”

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