Mitos, cruces y regates
Ayer por la mañana, en un pequeño espacio habilitado en la Casa del Llibre del paseo de Gràcia, los periodistas Màrius Carol y Josep Maria Sòria, junto al historiador Carles Santacana, glosaban la figura de Ladislao Kubala con motivo de la publicación de un libro escrito en su día por Manuel Ibáñez Escofet. Kubala dejó el Barça en 1962 y murió hace 17 años, pero quienes le vieron jugar no se cansan, ni tienen la intención de hacerlo nunca, de revivir sus jugadas, tan increíbles que obligaron al FC Barcelona a abandonar el estadio de Les Corts para construir otro más grande, el Camp Nou. El director de La Vanguardia vio a Kubala con apenas 3 años, fue en su primer partido de fútbol experimentado desde una grada, y lo recordaba como si fuera ayer; a mi padre, igual que a muchos padres de otros –séame concedida la alusión personal como homenaje–, se le iluminaban los ojos, por costumbre tristes, cuando rememoraba las jugadas de su gran ídolo, casi tanto como cuando se imaginaba cantando en la ducha como Caruso.
Los mitos lo son precisamente por eso. Perviven en nuestra memoria, y en realidad es eso, la perdurabilidad en el tiempo, la victoria sobre la posteridad, el intangible gran premio entre premios, el mayor reconocimiento. Pasarán cincuenta años y quienes vieron jugar a Messi seguirán hablando de él. Cuando ya nos duela todo, algunos (no todos, de acuerdo) revisitaremos sus goles en busca de una medicina de mentira.
Ayer en el Auditori Fòrum, ante una platea llena con 2.000 personas, dio la sensación de que a Messi en realidad se le galardonaba por eso. Porque la vida, cuando no es trabajo, la ocupamos con quien nos hace sentir bien, y ahí Messi ha proporcionado infinidad de momentos de alegría.
Rodeado de científicos, músicos, arquitectos, políticos, filólogos y otros miembros destacados de gremios que le son extraños, Messi trató de pasar desapercibido en el Fòrum y, por un día, lo consiguió. Dicen quienes le conocen que lleva días como alma en pena, todavía afectado por la derrota de Anfield, una cruz, la infligida por el dichoso Jürgen, que ayer olvidó un rato gracias a la de Sant Jordi. Messi, el día en que le comunicaron la noticia (fue la consellera de Cultura en persona en la ciudad deportiva de Sant Joan Despí quien lo hizo), se puso contento. Interpretó el reconocimiento como una solemne acogida final de la que es su segunda tierra, Catalunya, después obviamente de Argentina.
Acompañado de su mujer, Antonella, y de un séquito de directivos y empleados comandado por Josep Maria Bartomeu, la recta final de la ceremonia tuvo un marcado tono de reivindicación política. Messi fue aplaudiendo los discursos uno por uno protocolariamente hasta que se reclamó de forma unánime en el auditorio la libertad para los políticos encarcelados. Ahí dejó de aplaudir, pero escuchó con respeto. Hubo algo de dribling ahí. No lo puede remediar. Es lo que mejor hace. Como Kubala.