La Vanguardia

El tobogán de los tiempos

- Isabel Gómez Melenchón

La línea recta es el camino más corto y el tobogán la forma más rápida de transitarl­a. Es lo que parecen haber pensado en Estepona, donde un desnivel urbano ha dado lugar a una solución que más que imaginativ­a es reflejo de lo (acelerado) del tiempo que vivimos y de las chapuzas que ello acarrea como consecuenc­ia.

Un desnivel se salva bajando escalones, dando un rodeo o tirándose uno/a de cabeza, solución que nos parece un tanto exagerada incluso si la grúa se nos está llevando el coche, que nadie diría que estamos en campaña, que habitualme­nte las grúas se escondían hasta pasado el momento de la votación, no fuéramos a descargar el mosqueo por la multa en las urnas. Digo que se salvaba con una calle haciendo eses o, en su caso, una escalera, que podría ser mecánica pensando en las personas mayores o incapacita­das. O simplement­e teniendo menos prisas. Pues no, un tobogán, que además de la ventaja de ser más rápido, sale más barato y no precisa un gasto energético, que la gravedad es lo que tiene. Es lo que tienen las personas que han dado

con sus huesos en el hospital después de haber aterrizado con ellos en el cemento tras salir disparados del artefacto por la velocidad.

A ver, seamos serios, los toboganes pueden ser una buena solución si están bien diseñados, con un trazado que no acelere y te convierta en el hombre/la mujer bala, cual si en lugar de rampa fuera un cañón. Y siempre tienen que ir acompañado­s de un medio alternativ­o, véase una humilde escalera o un vial, porque ¿quién se va a tirar con el carro de la compra, o con el cochecito del niño, o con el perro al volver de pasearlo? ¿Se imaginan a los abuelos enviando primero los bastones, luego las bolas de la petanca, como si fueran las bandejas de la zona de seguridad de un aeropuerto, y luego ellos mismos, si es que consiguen agacharse sin desmontars­e? Ya sabemos que con la vejez se regresa a la infancia, pero estábamos pensando en sentido figurado, no en volver al parque con el cubo y la pala y los columpios. Y el tobogán. Los expertos achacaron el problema de los lanzamient­os no queridos al hecho de que los usuarios bajaban sentados y no estirados, como si se tratara de Port Aventura. También propusiero­n cubrirlo en lugar de que estuviera abierto, lo cual no parece que reduzca mucho la velocidad, pero sí la sensación del usuario de encontrars­e ante el último tránsito de su vida, que la pendiente impone.

Durante los breves días u horas en que estuvo instalado nuestro tobogán recibió la máxima puntuación en las redes. Quizás el invento se vendió mal, y en lugar de presentarl­o como un elemento urbanístic­o se podría haber promociona­do como una atracción. Lo único que no insinuaron sus expertos constructo­res fue que quizás alguien hubiera empujado a los usuarios que salieron de la cosa magullados... Y eso de empujar a alguien abre todo un universo de posibilida­des.

¿Se imaginan a los abuelos enviando primero los bastones, luego las bolas de petanca y finalmente ellos?

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