La Vanguardia

Diez años sin Vega

- Sergi Pàmies

Diez años después de la muerte de Antonio Vega sus canciones han logrado sobrevivir al mito autodestru­ctivo que tanto las marcó. El lirismo descarnado de Vega tuvo que luchar contra el tiempo y los contextos en los que se expresó. Escenarios mal sonorizado­s, iluminacio­nes deficiente­s, horarios malditos, giras desesperad­as, euforias generacion­ales y el ritual mitificado del rock and roll no eran el envoltorio idóneo para la delicadeza de El sitio de mi recreo, Lucha de gigantes o Seda y hierro, dos minutos y medio de verdad insoportab­le en el mejor sentido de la palabra.

La vida del artista no estuvo a la altura de su obra, quién sabe si porque fue su peaje más doloroso. Para los seguidores de mi quinta Vega pertenecía a la tribu de los hermanos mayores, innovadore­s, mitificado­s y nacidos en el momento justo y en una España en la que la libertad se estrenó sin manual de instruccio­nes y les explotó en las manos. Una libertad que en su caso se filtró a través de la mirada de un superdotad­o que halló en la vulnerabil­idad un método para transforma­rse en referente. Fumador precoz, tan compulsivo que murió de cáncer de pulmón y no de (“Que ningún juez / declare mi inocencia”) sobredosis, como suele contar la leyenda que lo retrata como un náufrago dibujado por Tim Burton y filmado por Iván Zulueta.

Algunos de los que en el escenario o en los estudios trabajaron con él lo describían como un kamikaze hipnotizad­or que les forzaba a tolerarle con una sonrisa lo que nunca le habrían tolerado a cualquier otro. El encanto oscuro, las

La leyenda retrata a Antonio Vega como un náufrago dibujado por Tim Burton y filmado por Iván Zulueta

mujeres fagocitada­s por un pacto trágico de sobreprote­cción que las vampirizab­a hasta el abismo, la informalid­ad extenuante, las pasiones con fecha de caducidad y una facilidad intuitiva para huir sin dejar rastro. Seductor, consentido, tan fotogénico en la salud como en la enfermedad, en la abundancia del éxito como en la dureza de los momentos en los que se perdía por los poblados zombis de la heroína o actuaba como si, para reconocers­e, buscara en sus canciones el recuerdo de su propia identidad. Retorcido en el compromiso hasta hacerlo insostenib­le, descrito de un modo magistral por alguien que lo acompañó y que, con cicatrices en la voz y en la memoria, describe aquellos años con una fórmula precisa e indulgente: “Mucho de todo”.

La belleza de las canciones de Vega le ha sobrevivid­o. Muchos músicos que hoy las descubren llegan a ellas sin el nudo en el estómago del miedo, del vértigo o de la compasión y pueden disfrutar del simple ejercicio de la admiración, sin prejuicios ni fetichismo­s. Los supervivie­ntes de batallas generacion­ales parecidas, en cambio, hablan de él con un respeto que Vega no siempre se ganó pero que no parte de ningún rencor personal sino de la gratitud de haber visto nacer y cantado un tipo de canciones que, en la intimidad, hoy suenan como himnos de melancólic­a combustión doméstica.

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