La Vanguardia

Saber el precio de todo pero el valor de nada

- Xavier Mas de Xaxàs

La frase es de Oscar Wilde, que la utilizó en la comedia El abanico de la señora Windermere­r para describir el cinismo de la alta sociedad londinense a finales del siglo XIX. “Hoy en día, la gente conoce el precio de todo pero el valor de nada”, dice uno de los personajes. La frase sigue atancando al núcleo de nuestra sociedad. Ilustra bien la gestión de muchos asuntos, que van desde los más complejos a los más sencillos, desde los pulsos geoestraté­gicos a la evasión de impuestos, desde la autodeterm­inación de los pueblos al enfoque de una campaña electoral.

Los temas complejos requieren decisiones complejas que deberían combinar muchas variables difíciles de medir como la ética y la moral, la cultura y la filosofía, el conocimien­to de una sociedad y la empatía con sus ciudadanos. Estos valores, sin embargo, tienen poco peso en el mundo que las personas que se creen sensatas, las que dicen saber cómo funciona todo, nos venden como real. En este mundo real lo único que importa es el precio de la cosas. Es la economía, estúpido. Es la reducción de costes y la maximizaci­ón de resultados lo que cuenta. Nada tiene sentido fuera de la lógica de la productivi­dad y la eficacia, ya sea para ganar dinero o poder político.

Temas difíciles, como serían, por ejemplo, las relaciones de Estados Unidos con Irán y China, se simplifica­n hasta el extremo de reducirlos a un pulso nacionalis­ta o religioso, siempre con los sondeos de opinión en la mano, es decir, con el precio político y económico bien presente.

Las decisiones que se consideran las más sensatas no se toman anteponien­do el valor cultural al económico, sino haciendo cálculos de probabilid­ades, proyeccion­es económicas y políticas sobre los riesgos y las posibilida­des de éxito. Es un juego de contabilid­ad en el que lo más importante es anticipar el porcentaje del éxito, éxito que el político mide en votos, el empresario en dinero y los

medios de comunicaci­ón en audiencia.

Tal vez recuerden ustedes los meses anteriores a la guerra de Irak en el 2003. Las calles españolas se llenaron de manifestan­tes en contra de la ofensiva militar. Lo mismo sucedió en muchos otros países europeos y en EE.UU. La Casa Blanca, sin embargo, estaba decidida a la invasión. John Bolton, número dos en el departamen­to de Estado, alentaba la intervenci­ón con el argumento de que Sadam Husein tenía armas de destrucció­n masiva. Las pruebas de este arsenal, como se supo después, eran inventadas. Alemania y Francia no participar­on en la coalición militar pero sí lo hicieron España y el Reino Unido. Destacados analistas internacio­nales escribiero­n que, aún habiéndose exagerado la amenaza de Sadam Husein, era necesario acabar con él. Su caída propiciarí­a un cambio radical en Oriente Medio. EE.UU. se haría con las riendas de Irak y lo convertirí­a en una democracia, la más relevante del mundo árabe, un ejemplo para sus vecinos. Los cínicos escribiero­n que la región más convulsa tenía una oportunida­d para salir del pozo. Un Irak democrátic­o produciría un efecto en cascada. El mañana iba a ser espléndido.

Los cínicos de la política, como el halcón Bolton, pensaban, sin embargo, en el petróleo y en el dominio regional. Estados Unidos controlarí­a uno de los principale­s productore­s de crudo del mundo. El éxito de la campaña militar, en unos Estados Unidos traumatiza­dos por los ataques del 11 de septiembre del 2001, cimentaría­n el poder republican­o durante, al menos, una generación.

La invasión de Irak fue una de las peores decisiones estratégic­as que ha tomado nunca un presidente estadounid­ense, equiparabl­e sólo a la de seguir combatiend­o en Vietnam sabiendo que la victoria era imposible.

La invasión de Irak dio nueva vida a Al Qaeda y alumbró al Estado Islámico, al terrorismo yihadista que lleva tres lustros golpeando a los cristianos de medio mundo, así como a los laicos y opulentos occidental­es. La guerra en Siria no se entiende sin el descalabro iraquí.

Los estrategas de la Casa Blanca en el 2003, sin embargo, pensaron en sería estúpido no invadir Irak y aprovechar la debilidad de Sadam para hundirlo definitiva­mente. En esta decisión no hubo ninguna ponderació­n cultural o filosófica, nada sobre la idiosincra­sia de la sociedad iraquí contemporá­nea.

Irak 2003 es un ejemplo, pero hay muchos más. Los Balcanes en 1991, es otro, una guerra de diez años que propició la UE y cuyos efectos no está claro que lleguen a superarse.

Las decisiones que sólo se fijan en el coste y que arrinconan cualquier duda ética o legal en aras de la eficacia política y monetaria no suelen ser sostenible­s y muy fácilmente pueden hipotecar el futuro de una o más generacion­es. Fíjense en la decisión de Cameron de convocar el referéndum del Brexit en el 2018 y en la gestión que Rajoy y Mas hicieron de la crisis política catalana entre el 2006 y el 2018. Macron hubiera evitado segurament­e las protestas de los chalecos amarillos si hubiera añadido variables culturales a la decisión de subir el precio del diésel.

EE.UU. y China están en plena guerra comercial, un pulso que nadie puede ganar pero que, aún así, se plantea sobre las opciones de victoria o derrota. No hay valores detrás de esta pugna por la supremacía mundial en el siglo XXI. Sólo cálculo y cinismo, el mismo que hay en el renovado conflicto de EE.UU. con Irán, una guerra en ciernes que Bolton, el mismo Bolton de Irak 2003, hoy convertido en uno de los principale­s asesores de Trump, alienta con ansia fanática.

Parece imposible que Bolton y los estrategas como él aprendan algo sobre los valores que deberían perfilar sus decisiones. El precio, eso sí, lo pagamos entre todos.

Los cínicos que gestionan el ‘mundo real’ toman decisiones en función de su coste y no de su valor

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‘ALASTAIR GRANT / AP Tetera deconstrui­da con mariposas, de Bouke de Vries, habla mucho más del valor que del precio de las cosas
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