La otra plaza Catalunya
Metro y trenes de cercanías conviven en los bajos de la plaza Catalunya, una coexistencia que recuerda al Berlín parcelado de la posguerra
El subsuelo de la plaza Catalunya es ferroviario, laberíntico y muy dinámico: todo el mundo está de paso. Tres son las parcelas: TMB, Ferrocarriles de la Generalitat y Renfe. Cada una tiene su estilo y su atmósfera. El conjunto es muy berlinés, del Berlín de la posguerra, cuarteado en cuatro zonas de ocupación. Soviéticos, estadounidenses, británicos y franceses. –¡Sólo clientes! Rutinariamente, Patricia pone orden. Un grupo de turistas anglófonos se dirigía con determinación a los lavabos del Bar Manantial, fundado en 1974 y el único bar con cocina casera del subsuelo de la plaza Catalunya.
Callos, albóndigas con su salsa, croquetas.
–Y por la mañana muchas tortillas, abrimos a las seis y media.
Marga y Patricia tiene el local ordenadito y la mar de limpio. Sin aquellos olores a fritanga de los bares que, durante décadas, existían en este subsuelo tan barcelonés y al que siempre le ha faltado algo de gracia.
Berlín 1947: sólo una de las tres zonas de influencia tiene lavabo público. And the winner is... Ferrocarils de la Generalitat.
–Por eso mucha gente entra aquí. Es una carencia importante de la estación.
Una clienta se suma al debate. –No hay otra que salir a la superficie. Ir a la Fnac aunque encon tonces hay que pagar un euro...
Dan ganas de comer algo en elManantial, seguramente el más casero de los restaurantes de la plaza, arriba y abajo.
El subsuelo de la plaza Catalunya es la gran arteria del transporte oculto de Barcelona. Nunca fue un espacio muy popular y es lo que es: un lugar de paso sin encantos pero muy mejorado.
Dos líneas de metro y otras dos compartidas. Cinco líneas de Ferrocarrils. Tres ramales ferroviarios de Rodalies.
Y una librería.
Llibre Solidari tiene un puesto de venta –de 1 a 3 euros– en el lugar más reconocible de todo el subterráneo, ya sin manteros desde el mes de enero. Se trata del vestíbulo redondo que permite el acceso desde la Rambla, la calle Pelai y la misma plaza Catalunya (lado mar).
El universitario Ramón Audet pasa cada día lectivo por aquí, camino de la Ramon Llull (URL) o de regreso a casa, en el Carmel. Por doce euros, se lleva seis libros enjundia: Trotski, Toynbee, Tocqueville, una historia de la Economía. No veo ningún título de Corín Tellado en esta librería con fines altruistas (Llibre Solidari tiene siete en otras tantas estaciones de metro).
–Nunca he tenido problemas de seguridad, puede que alguien se queje pero yo, en este aspecto, ningún problema.
Daniel está al frente de este modesto y deslumbrante escaparate: un lujo (como todo el exilio venezolano llegado a Barcelona en los últimos cinco años).
“Si hay una selección buena de libros es por los colaboradores, muchos de ellos universitarios, que se encargan de elegir los títulos”, señala Berta Bagur, responsable de espacios comerciales y comunicación de Llibre Solidari.
Poca broma: venden 1.500 libros diariamente en los siete puestos de la red de metro.
“La gran mayoría, con diferencia, en los de plaza Catalunya y La Sagrera”, indica Berta Bagur.
Hay una mala noticia: todavía hay quienes mangan libros. Y no suelen ser chavales.
–Algunas personas tratan de regatear, aunque los precios son, ya ves, los que son.
Durante la charla –menos de media hora– cruzan por el vestíbulo un par de personas que, no hace mucho, hubiésemos dicho que estaban como una chota.
Los subterráneos, con sus interconexiones, son un lugar en el que los locos se mueven a gusto. Están a sus anchas.
Hoy no hay signos de mendicidad. Quienes trabajan en esta plaza subterránea coinciden en que la proximidad de las elecciones ha extremado todo: la limpieza, la seguridad, la vigilancia.
La entrada a Ferrocarrils de la Generalitat está pintada de color naranja, un toque de modernidad que no se da en el acceso del metro. Sus usuarios son la élite del subterráneo y a muchos les esperan casas unifamiliares con alarma o comunitarias con piscina.
El que firma se pierde por el laberinto subterráneo y termina por salir a la superficie, verificar que ni dios acaba con las palomas –las palomas de la plaza Catalunya son la España en blanco y negro– y acceder a la estación de cercanías de Renfe por el norte de la plaza, junto a la ronda Universitat, posiblemente la más deleznable de Barcelona en lo que a gastronomía se refiere –Heidelberg aparte–.
Aquí entramos en el sector soviético de Berlín. El amplísimo vestíbulo cuenta con varias parejas de vigilantes de seguridad privada y aún el refuerzo de un pastor alemán.
Por algo será, piensa uno. En el único bar del vestíbulo, un joven se enfrenta a una máquina tragaperras modelo Nova Line III, cuya melodía es la banda sonora de esta estación donde, a lo tonto, pasan a diario 80.000 viajeros (la segunda de Catalunya, por delante de la estación de Francia).
Un cliente se levanta del taburete para pedir en la barra y la dependienta le insta a no perder de vista ni medio segundo sus pertenencias. Y eso que hay una pareja de vigilantes de seguridad en la entrada del establecimiento. –¡Van muy rápido aquí! La clientela se anima con el asunto de los hurtos.
–Se la saben todas, es una pasada. El otro día le robaron el móvil a una chica en un segundo.
–Y ahora con los turistas se ponen morados.
Hablar de la delincuencia es el deporte nacional en los bares del país. ¡Qué haríamos sin los amantes de lo ajeno! ¿Hablar del Gobierno? ¿Del programa electoral de este o aquel partido?
El joven de la máquina tragaperras consigue una buena cascada de monedas. Y cambia de máquina tragaperras. Como Sísifo, vuelve a empezar.
Hay un ciudadano chino clavado en el vestíbulo con una maleta antigua, de tela. Parece perdido. La megafonía ni anuncia la salida de los trenes ni anuncia nada. La vida en el subsuelo urbano de Barcelona tiene poca poesía.
El subsuelo de la plaza Catalunya tiene de todo: aún queda gente que choriza libros y aún hay clases “¡Sólo clientes!”, avisan a los que van directos al lavabo del bar Manantial: sólo hay uno en las tres estaciones