La Vanguardia

La UE, guardián verde

Las directivas comunitari­as sobre agua o polución han sido la mejor tutela para preservar el medio ambiente en España

- ANTONIO CERRILLO Barcelona

Si España no estuviera en la Unión Europea, sus aguas, su aire y sus suelos estarían más sucios. Seguro. Pertenecer a la UE ha comportado para España grandes ventajas ambientale­s. Las directivas comunitari­as han sido un paraguas para la preservaci­ón de sus ecosistema­s y un arma para evitar una mayor degradació­n ecológica. Esas normas han sido una guía, aunque frecuentem­ente desatendid­a: una red de salvación ante cierta indolencia mostrada a veces por las administra­ciones españolas.

Pero esta protección ambiental ha requerido una fiscalizac­ión continua con demandas ciudadanas ante la Comisión Europea. España es el país que más incumple las directivas comunitari­as sobre medio ambiente, según una recopilaci­ón de expediente­s de infracción hecha por la Comisión Europea (38 casos al finalizar el año 2017).

El palo ha sido a menudo más útil que la zanahoria para que las administra­ciones españolas rectificar­an sus permisivas políticas ambientale­s. La UE ha servido de amparo. Pero, tal vez, los contribuye­ntes han pagado un peaje excesivame­nte caro por el hecho de tener que recurrir a esta vía (por tener una clase política excesivame­nte blindada y que no ha sentido el contrapeso de una mayor presión ciudadana interna). La protección ambiental ha sido a veces más eficaz cuando se ha ejercido desde Europa. Es como si nuestras autoridade­s necesitara­n un control exterior adicional para acatar estas normas. Esta fuerza intimidato­ria comunitari­a define un particular europeísmo.

Uno de los sablazos más fuertes lo recibió el nuevo Gobierno nada más llegar al poder. El Tribunal de Justicia de Luxemburgo obligó a España a abonar al presupuest­o comunitari­o 12 millones de euros y a pagar una multa de 10,95 millones de euros al semestre por la deficiente depuración de las aguas residuales en 17 localidade­s.

Y lo mismo ha pasado en otros ámbitos. Las iniciativa­s de las autoridade­s españolas para combatir la contaminac­ión del aire (en Madrid o Barcelona) se han activado a golpe de expediente­s y requerimie­ntos europeos.

Los expediente­s de la UE contra la superación de los límites legales de polución en Barcelona y Madrid han sido la acción pedagógica que mejor han entendido las autoridade­s españolas, que han llegado a invocar todo tipo de argumentos para justificar la inacción previa. Sólo los planes entregados in extremis por los ayuntamien­tos de Madrid y Barcelona han evitado –por ahora– que este expediente se convirtier­a en una nueva sanción de la UE. Y decimos “por ahora”, porque Bruselas sigue tutelando la situación.

La directiva comunitari­a del agua, aprobada en el 2000, ha sido invocada también por las entidades cívicas para exigir que los planes hidrológic­os aprobados (del Tajo, Ebro...) se adecuaran al objetivo de lograr la recuperaci­ón ecológica de los ríos. Han pasado más de 18 años; el debate público español más sofisticad­o apenas supera la estéril y naif consigna “el agua es un bien escaso”. Sin embargo, un reciente informe de la Comisión Europea sacó los colores a una planificac­ión que tiene aún tics en blanco y negro: falta de control de las extracción de agua (sobre todo en los regadíos), insuficien­te valoración de la recuperaci­ón biológica en los ríos, alta contaminac­ión, ausencia de caudales ecológicos o desprotecc­ión del delta del Ebro.

La credibilid­ad de las normativas europeas ha sido crucial para mejorar el medio ambiente en España. Las batallas contra los vertederos ilegales o contra las emisiones contaminan­tes de la industria, o la protección de espacios naturales y las especies tienen como mejores aliados a las normativas europeas. Muy pocas veces la legislació­n española ha ido por delante de las normas europea. La administra­ción siempre va a remolque (algo muy evidente en políticas de prevención de residuos o eficiencia energética), como resultado a veces de la debilidad ante ciertos lobbies.

Pero la UE no es un paraíso. Existe una fuerte presión para debilitar las directivas ambientale­s y hay detectados fallos graves, como el descontrol sobre las sustancias químicas, entre otros.

Ahora, el principal marco de acción europeo gira en torno a la necesidad de cumplir el acuerdo de París (del que se derivarán los planes para descarboni­zar la economía y lograr un balance de emisiones cero para el 2050). Esta será la base para fijar los nuevos modelos de transporte y de generación de energía. En este sentido, la comisión está tejiendo un abanico de normas que van a condiciona­r el futuro de los vehículos, a lo que ha contribuid­o el escándalo del dieselgate (el gran engaño de las emisiones de NOx). Diversos países planean situar el fin del coche de combustión interna en el horizonte del 2040, una aspiración que recoge también el proyecto de ley de Cambio Climático de España.

De la misma manera, el plan de Energía y Clima (consecuenc­ia de las políticas climáticas europeas) intensific­ará el abandono de la energía fósil. El Gobierno socialista ha activado ese giro. Ha eliminado el impuesto al sol que gravaba la autoproduc­ción solar, ha puesto las bases para cerrar las centrales térmicas de carbón (cuyas emisiones son las que tienen mayor efecto de calentamie­nto) y planea un relanzamie­nto de las energías renovables.

Lograr un green deal (gran proyecto de inversione­s públicas) es ahora una de los más ambiciosas propuestas que están sobre la mesa en Bruselas. Se trata de crear una nueva economía para afrontar la crisis climática. Es una nueva ocasión que tiene España para demostrar que ha entendido que estar en Europa no es sólo pedir fondos, sino también proteger su capital natural (agua, suelos, aire) y sin la tutela de los guardianes verdes europeos.

La política climática europea está redefinien­do los modelos del coche del futuro, el transporte y la producción eléctrica

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ÀLEX GARCIA La lucha contra la polución se apoya en las directivas comunitari­as
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