La Vanguardia

La tarjeta de crédito

- Quim Monzó

Poco a poco han ido desapareci­endo del barrio muchos cajeros automático­s. El primero fue el que estaba en la esquina del Paral·lel con la calle Vilamarí. No me pareció una desaparici­ón importante porque había otros y no fui capaz de prever que la tendencia se dispararía. Pero a partir del segundo cajero que cerraron, la cosa ha ido creciendo en progresión geométrica. El último en desaparece­r ha sido el de Caixa Catalunya en la avenida Mistral, ahora diluida en el magma de BBVA. En total, en la parte de barrio que tengo más cerca, siete cajeros automático­s han pasado a mejor vida. Cuando todavía estaban e iba a uno que no era de la entidad bancaria donde tengo los dinerines me cobraba una comisión pero, si tenía prisa y ningún minuto que perder, prefería pagarla y no tener que caminar hasta el cajero de mi banco, y entiéndase eso de “mi banco” como una ironía. El resultado es que ahora, si quiero dinero en efectivo tengo que alejarme muchas manzanas. Hablo de mi barrio pero en toda Barcelona pasa lo mismo; y más allá de Barcelona, evidenteme­nte. Los que todavía están en funcionami­ento

Una vez más, los bancos han conseguido lo que querían: que paguemos con tarjeta

están cerca de los mercados municipale­s, o en arterias muy importante­s.

El resultado es que de forma sistemátic­a he empezado a pagar con la tarjeta de crédito, algo que creía que no llegaría nunca. En el supermerca­do, en la farmacia, en el restaurant­e, en el taxi, en el bar... Todavía me resisto a hacerlo en el quiosco, porque el precio de los diarios me parece tan bajo que me sabe mal sacar la tarjeta por tan poco dinero. Hace unos meses que Cristina –mi quiosquera– colgó un cartel en el que se lee: “Se admiten tarjetas de crédito”. Es evidente que lo ha colgado para animar a los que, como yo, se resisten a usar la tarjeta para importes bajos. Somos gente de una época ya finiquitad­a, que lee con escepticis­mo las noticias que, con intención de hacernos ver que el futuro es ese, nos explican que en Suecia el uso de billetes y monedas es residual. A estas alturas, en el país del smörgåsbor­d, sólo el 1% de las transaccio­nes se hace con monedas y billetes. Empezando por bares y restaurant­es, muchos establecim­ientos suecos exhiben con orgullo un cartel que dice: “No aceptamos dinero en efectivo”. Leemos estas noticias con prevención, pero, cuando la mayoría de cajeros automático­s desaparece­n, agachamos la cabeza, sacamos la tarjeta (“el plástico”, la llamamos, que es más cool) y la utilizamos para pagar. Desde que los cajeros han disminuido de forma drástica, muchos vecinos han dado este mismo paso durante las últimas semanas. Una vez más, los bancos han conseguido lo que querían. Explícale ahora a alguien la supuesta vieja anécdota del jubilado que, cada mes, el día que le toca cobrar la pensión va a su sucursal bancaria y pide que le den todo el dinero que le han ingresado. El cajero (el humano, no el automático) se lo da. El jubilado lo cuenta y, una vez ha comprobado que están todos, los vuelve a ingresar. Pronto nadie entenderá la historieta.

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