El sacramento del Paral·lel
De la cueva de Platón a las follies de Ziegfeld sólo hay seis grados de separación. En un punto intermedio, el auto sacramental barroco. Gran espectáculo que la Iglesia regalaba al vulgo para reforzar su catequesis. También el origen de la revista española pasa por la alegoría (satírica): el gancho de las funciones de José María Gutiérrez Alba. Después vendría la música, el número humorístico y la vedette.
Nadie mejor que Xavier Albertí –erudito en el paraninfo y el boudoir– para ilustrar en un único espectáculo ese, en apariencia, imposible puente entre lo exquisito y lo vulgar, entre lo elevado y las expresiones más sicalípticas. El vehículo es El gran mercado del mundo del librepensador Calderón de la Barca. Un auto sacramental que entre las obligadas lecciones morales se permite filosofar sobre circunstancias más terrenales. Suficiente para una ingeniosa y frívola profanación del orden. Con la misma aparatosidad irreverente con la que Sorrentino se sumerge en el barroquismo de Fellini.
Pero ese espectáculo se hace esperar. Primero hay que pasar por un prólogo que casa el tenebrismo erótico de Tomaz Pandur con la sorna de Carles Santos. Homenaje más que justificado: el maestro colaboró con Bieito en otro auto de Calderón, El gran teatro del mundo. Una vez alzado el telón negro y destapada la máquina del asombro (una atracción de feria) comienza a desplegarse el espíritu alborotador del director. Con sorprendente mesura. El repertorio revisteril podría haber sido más generoso. Un número para cada alegoría. La apoteosis de la apoteosis. Como si en las barracas del Paral·lel moraran todas las virtudes y vicios. Sólo los cuplés y tangos suficientes para calentar el ambiente para el número final.
Arranca desmayado Il mondo en la voz de Antoni Comas (Inocencia), uno de los intérpretes destacados con Silvia Marsó (Culpa). En la mesa-altar dispuesta para reunir al elenco en una santa cena desparramada –con la Fe abandonando la reunión– se concentra una espectacular irreverencia. En las postrimerías de la función explota finalmente la carga subversiva en una escena que firmaría Marthaler. La guasa iconoclasta de Albertí reflejada en el rostro estupefacto del Buen Genio (Alejandro Bordanove); en el tocado elegido por el patriarca (el sombrero de cowboy bajo la testa de Jorge Merino), después de rechazar las coronas del Papa y del rey; en el aura de neón de la eucaristía y la cruz, en el cuadro final con la Lascivia (Roberto G. Alonso, dando una lección sobre 10 centímetros de tacón) acogiendo en sus brazos la Fe lacerada y descamisada (Rubén de Eguía) para congelarse en el gesto de la Pietà.
Nadie mejor que Albertí para ilustrar ese, en apariencia, imposible puente entre lo exquisito y lo vulgar