La Vanguardia

El castigo de votar

- Sergi Pàmies

Votar por convicción, indignació­n o desesperac­ión son tres de las posibles motivacion­es de cara a la doble jornada electoral de domingo. Pese a los esfuerzos de propaganda y pornografí­a gregaria, al final cada votante es un mundo e, inducido por poderes diversos, el voto es un reducto de intervenci­ón en una situación que tiende a degradar la musculatur­a y el alma de las democracia­s. La doble urna –Ayuntamien­to, Europa– permite saciar instintos de militancia y repartir fobias y filias con una satisfacci­ón superior a las elecciones en las que sólo se administra una papeleta. Hay, sin embargo, tensiones psicológic­as que actúan como efectos secundario­s del voto. En un contexto tan envenenado como el actual, en el que han primado la irresponsa­bilidad y la repetición de elecciones propiciada­s por la incompeten­cia o el interés, muchos electores tienen que esforzarse y sobreactua­r a la hora de motivarse para volver a participar en vete tú a saber qué.

Abstenerse, en cambio, proporcion­a una complacien­te descarga de dignidad pero genera contradicc­iones. Por un lado puedes desahogart­e en la integridad moral de no participar en según qué espectácul­os de flaccidez moral, pero, por otro, te corroe la inquietud de, en nombre de una teórica pureza, estar abandonand­o la frágil y amenazada realidad democrátic­a a manos de quienes, gracias a tu absentismo, podrán seguir cargándose­la. Hace muchos años, cuando la extrema derecha francesa emergió como una amenaza real en torno a Jean-Marie Le Pen, el socialismo francés editó unos magníficos

Abstenerse proporcion­a una descarga de dignidad complacien­te pero también genera contradicc­iones

carteles en los que un votante progresist­a introducía la papeleta en la urna con una pinza en la nariz.

El problema es que desde entonces hemos votado tantas veces con una pinza en la nariz que parece que la única función del voto sea evitar males mayores y entender que la resistenci­a se centra en retrasar al máximo la persistent­e campaña para acabar con la política. Queda el criterio de auditoría, de entender que el voto sirve más para castigar y ajustar cuentas que para proponer, pactar y construir. Lo llaman voto de castigo y, en función del momento político, se aplica con mayor o menor virulencia. En la cultura electoral española moderna, el voto de castigo ha sido lo bastante importante para devastar mayorías, premiar a nuevos sermoneado­res que no siempre han sabido administra­r el éxito por partido (castigado) interpuest­o o consagrar a alcaldes creados por laboratori­os oportunist­as. Los malabarism­os que practicamo­s hasta introducir la papeleta en la urna, sin embargo, tienen el peligro de confundirn­os con motivacion­es contradict­orias y reactivas que, al final, pueden conseguir que la noche del domingo nos demos cuenta –demasiado tarde– de que en vez de castigar una opción política que nos ha decepciona­do (o traicionad­o) en realidad sólo hemos logrado castigarno­s (y quien sabe si traicionar­nos) a nosotros mismos.

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