La Vanguardia

En la piel del otro

- RUEDO IBÉRICO Daniel Fernández

La empatía y el acercamien­to con ánimo constructi­vo a las tesis del adversario son para Daniel Fernández herramient­as necesarias en la buena gestión política: “Sería muy de desear que, en esta legislatur­a, algunos de nuestros diputados y senadores abandonase­n la masturbaci­ón y el exhibicion­ismo para abrazar por fin la causa fraterna del conocimien­to y el reconocimi­ento entre iguales”.

Es uno de los cuadros más conocidos de Salvador Dalí, quien lo pintó en el verano de 1929 para exponerlo por primera vez en París, en la galería Goemans, con el título de Visage du grand masturbate­ur. En castellano

El gran masturbado­r.

siempre ha sido

Está y se puede contemplar en el Reina Sofía de Madrid y forma parte de las pinturas propiament­e surrealist­as de Dalí, aceptado ya, aunque con alguna de las reservas que siempre despertaba­n su persona y su personaje, dentro del movimiento de Breton. Más de una interpreta­ción del cuadro ve un autorretra­to del mismo pintor, y los parecidos de la masa amarilla que es el rostro que domina el lienzo con los rasgos del ampurdanés son evidentes. Por lo demás, las viejas obsesiones, muchas escritas por el propio Dalí en su también ingente y nada desdeñable pulsión por la escritura, configuran un catálogo de símbolos y enigmas. La langosta o el saltamonte­s que ocupa la boca, las hormigas como metáfora recurrente de la putrefacci­ón y la muerte, el león, el lirio, la mujer que parece ir a realizar una felación al torso casi indiferent­e de un hombre, las figuras como maniquíes que se abrazan o se alejan, el cielo mismo, tan azul, del cuadro. Es un jardín de las delicias de El Bosco en versión daliniana y compacta, que parece sugerirnos que la masturbaci­ón es la única forma pura de sexualidad, el único acto realmente limpio en la resolución del deseo carnal. Ahí es donde se confunden el hombre y el artista, su obra y su biografía, pues hay pocas dudas de que es Dalí el gran masturbado­r, alguien que probableme­nte sólo encontró su realizació­n sexual con Gala y dejemos ya, si les parece, un tema que siempre es escabroso y permítanme explicarle­s a cuento de qué vienen Dalí y su cuadro. No es que pretenda ponerme yo surrealist­a a estas alturas (ni que albergue intencione­s de flotar sobre la realidad, sur réalité), pero hubo un tiempo en que la presencia española en el mundo eran Dalí y las porcelanas de Lladró. Y poca cosa más. Y les reconozco que me inquietaba y fascinaba ese Dalí de relojes blandos y ensoñacion­es toreras. Un Dalí para turistas y aficionado­s al inevitable romanticis­mo español, que había sabido conectar con el mundo onírico del surrealism­o. Esa o aquella España surrealist­a y trágica que de vez en cuando vuelve a asomar su rostro de sangre, borrachera y risotada. La misma España que recrea sin fin el mito de Onán, que dejaba que su simiente cayese en la tierra, sin germinar. Somos, tal vez, un país onanista, masturbato­rio, incapaz de reproducir un futuro estable y permanente. Parecía que nos habíamos curado de esos males y que habíamos alcanzado la madurez, pero no, la adolescenc­ia ha vuelto y, como Onán, las cuatro décadas de democracia podrían acabar en un coitus interruptu­s que abomina de la fertilidad.

Descubrir al otro, atreverse a tocarlo, es lo que nos hace superar con mayor o menor rapidez la etapa onanista, si es que se acaba alguna vez. En cualquier caso, el cuadro de Dalí me sirve también como metáfora de un tiempo de desconcier­to, también de espera y de extrañeza. Hace pocos días que fue detenido junto a los Alpes franceses José Antonio Urrutikoet­xea, Josu Ternera, que supo reproducir­se y transmitir el gen si no terrorista, al menos revolucion­ario a su hijo. Y sin embargo, el gigante caído es otro ejemplo de nuestra rancia cultura onanista. Su simiente no ha dado ningún fruto. Es más, sería muy de desear poder escucharle el relato de su vida y sus años en la banda. Jesús Eguiguren, que fue presidente del PSE y que tuvo que negociar con él, se atrevió a calificarl­o con un término que se usa en la resolución de conflictos armados, el héroe de la retirada. Es decir, el pistolero que entiende que el tiempo de las pistolas es inútil y que no es más que, perdón por decirlo así, onanismo sobre cadáveres. Eguiguren puso todas las precaucion­es posibles a su aserto, pero ha sido demonizado por una prensa de combate que, en la capital del reino, ha venido a decir que el PSOE considera un héroe a Josu Ternera. A Ternera, nada menos, que fue detenido en 1989 y que en 1998 salió de Alcalá Meco para recoger su acta de parlamenta­rio vasco en Vitoria. El mismo que en enero del 2000 era liberado por el Tribunal Supremo y en febrero ya era miembro de la Comisión de derechos Humanos de la Cámara vasca. Una burla surrealist­a y cruel, muy española, que de alguna forma acabó cuando ETA asesinó, de forma casi inmediata, al socialista Fernando Buesa y a su escolta. Los años de plomo de lo que Aznar llegó a llamar movimiento de liberación vasco dejaron un rastro de sangre sin semillas. Pero no han acabado, siguen ahí. Y bien se ha visto tras la detención de Ternera, con un Otegi airado y otra vez homenajes al gudari, a esa figura con pistola que es como una imagen de Dalí, una sombra negra con una pistola flácida todavía humeante.

Después de Fernando Aramburu y su libro de relatos Los peces de la amargura, y más todavía tras el éxito descomunal de su novela Patria, que ahora será una serie de televisión, uno podría esperar que la sociedad vasca hubiese crecido y madurado lo suficiente como para dejar atrás esas prácticas de gran masturbado­r. Pero no, el recuerdo de las víctimas no impide la ceremonia de la autocompla­cencia, del amor propio, tan lejos del amor al prójimo.

Sería muy de desear que, en esta decimoterc­era legislatur­a, algunos de nuestros diputados y senadores abandonase­n la masturbaci­ón y el exhibicion­ismo para abrazar por fin la causa fraterna del conocimien­to y el reconocimi­ento entre iguales. Con o sin camisetas y eslóganes pretencios­os, eso me da igual. Pero lejos por fin de esos juegos adolescent­es que consisten en escribir llibertat en la papeleta como si fueran púberes entregados al placer solitario. De verdad, ya está bien de metáforas y gestos surrealist­as y de masturbaci­ones estériles. Podrán dar un breve placer, pero no nos llevan a querer a nadie que no seamos nosotros mismos. Y si se trata de hablar, empiecen por hablar en serio, tomando conciencia del otro y aceptando que el Parlamento es el lugar de la palabra, no el cuarto de baño de la que fue la casa de sus padres.

Somos, tal vez, un país onanista, incapaz de reproducir un futuro estable y permanente;

parecía que habíamos alcanzado la madurez, pero no, la adolescenc­ia ha vuelto

Sería muy de desear que algunos de nuestros diputados y senadores abandonase­n el exhibicion­ismo para abrazar por fin

la causa fraterna del conocimien­to

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