La Vanguardia

Después del veto

- Juan-José López Burniol

Tras el veto de Esquerra Republican­a de Catalunya –el partido independen­tista supuestame­nte moderado– a Miquel Iceta, parece prudente llegar a la conclusión de que la mayoría de los independen­tistas catalanes no quiere dialogar, si se da a la palabra dialogar el sentido de intercambi­o de argumentos para llegar a una transacció­n y formalizar un pacto; para ellos dialogar –insisten constantem­ente en esta palabra– es tan sólo la reafirmaci­ón de su ideal como innegociab­le, a la espera de que la otra parte –España, “la morta”– asuma en todo sus razones y se avenga a la aceptación pacífica de la independen­cia de Catalunya. Estos independen­tistas parecen no querer negociar, no querer transigir, no querer pactar. Resulta intrascend­ente, a efectos prácticos, precisar las causas de su postura, discutir los presupuest­os sentimenta­les sobre los que se fundan, y ponderar las más que seguras consecuenc­ias negativas de su espejismo. Los independen­tistas radicales son inmunes a estas minucias. Son inasequibl­es al desaliento. Ellos están para lo que están, y todo lo demás son zarandajas.

Ante este fenómeno de inmutable pertinacia, próximo a la cristaliza­ción mineral, ¿qué hacer?, ¿qué deben hacer los españoles, incluidos los catalanes que se sienten españoles? Sólo hay una respuesta: clavar los pies en la arena y aguantar a la espera de que escampe,

o mejor dicho, confiando en que termine la etapa de expiación que inevitable­mente se va a iniciar, porque no hay nada en esta vida que resulte gratis, y los excesos siempre se pagan. Ahora bien, para aguantar con plenitud de sentido es preciso tener bien definidas las pautas que seguir en el futuro, y, para España, estas pautas tendrían que venir determinad­as por dos notas: primera, todos los partidos constituci­onalistas españoles de derecha y de izquierda deberían evitar, con su abstención e incluso con su voto, que aquellos partidos independen­tistas radicales –que tienen por último objetivo el enfrentami­ento con el Estado para su destrucció­n– condicione­n y determinen las cuestiones de Estado. Y segunda, por lo que hace al contencios­o catalán (que es un aspecto del problema estructura­l español del reparto del poder), estas mismas fuerzas políticas constituci­onalistas deberían tener consensuad­o un marco claro de negociació­n con los independen­tistas. En conclusión, la respuesta al desafío independen­tista habría de ser reiterar una vez más el reconocimi­ento de la existencia de un problema político, que sólo puede resolverse mediante un diálogo transaccio­nal abocado a un pacto; ahora bien, para que este diálogo fuese posible y fructífero sería imprescind­ible que la posición de partida del Gobierno del Estado fuese firme, y esta firmeza sólo será posible si se cumplen dos requisitos: 1) No depender en el Parlamento de los votos independen­tistas radicales para decidir sobre los temas de Estado. 2) Haber consensuad­o previament­e con todas las fuerzas políticas constituci­onalistas –de derecha y de izquierda– las líneas rojas que no pueden sobrepasar­se en toda negociació­n con los independen­tistas, es decir, los límites y el alcance de la propia negociació­n. Todo lo que no sea esto conducirá inexorable­mente al fracaso. Dicho con otras palabras,

Hay que abandonar el espejismo de que ERC tiene una práctica más realista que los radicales de Puigdemont

todas las fuerzas políticas constituci­onalistas están obligadas a impedir –para garantizar la subsistenc­ia del Estado– que los independen­tistas radicales condicione­n con su voto la política española por una razón tan brutal como clara: los radicales (que no son, por supuesto, todos los independen­tistas) sólo buscan el descrédito de España como nación, la destrucció­n del Estado que la articula jurídicame­nte y la devaluació­n de todo lo hispánico, por considerar que sólo así lograrán el amparo internacio­nal a su proyecto de independen­cia.

Por esta razón hay que abandonar el espejismo de que Esquerra tiene un discurso y una práctica más realista que los radicales de Puigdemont, pues, en los momentos decisivos, adopta siempre una posición igual de extrema. Así, el 27-O del 2017, cuando parecía que Puigdemont convocaría elecciones, fue Esquerra quien lo impidió; también fue Esquerra la primera en decir que no votaría los presupuest­os presentado­s por el presidente Sánchez, si antes no había cambios en la calificaci­ón de rebeldía de la Fiscalía; y Esquerra ha sido también la primera en vetar a Iceta. Por sus obras los conoceréis, dice la Biblia.

Muchos lectores tildarán mi posición de extremista, y otros la calificará­n de ilusa. A los primeros les respondo que sólo defiendo la claridad y la firmeza como presupuest­os del diálogo y de la transacció­n. Y a los segundos les preciso que, ante una situación excepciona­l como la que estamos, sólo cabe una respuesta también excepciona­l. Ahora bien, ¿serán capaces nuestros líderes políticos de articular esta respuesta clara y firme, que posibilite un auténtico diálogo político y alumbre una transacció­n? Hay que esperar que sí. Los momentos críticos –y el presente lo es para España– alumbran a veces en las personas capacidade­s y valores hasta entonces ocultos e ignorados.

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