La Vanguardia

Promiscuid­ad de género

- Màrius Serra

Hace años, tras haber traducido Arcadia de Tom Stoppard (al catalán) y Shakespear­e’s Villains de Steven Berkhoff (al catalán y castellano) para el director de teatro Ramon Simó, supe que le rondaba montar una adaptación de la Novela de ajedrez de Stefan Zweig. Aquel proyecto no prosperó, pero recuerdo haber releído con gafas de 3D la traducción catalana de Manuel Lobo en Quaderns Crema. Volví a disfrutar de un texto excepciona­l, pero reconozco que la leí con la rémora de imaginar en un escenario aquellas partidas de ajedrez entre el campeón mundial Mirko Czentovicz y el noble vienés señor B. Me sentí como alguien que va a comprar una casa sobre plano. Esta semana he visto La partida d’escacs en el Romea en la versión del director Iván Morales con dramaturgi­a de Anna Maria Ricart. La opción de verter todo el chorro narrativo de la novela en el embudo de un monólogo es arriesgada, pero si la asume un actor como Jordi Bosch vale la pena correr el riesgo. Es notable el catálogo de recursos que el montaje acoge para reproducir la narración, incluida la proyección de opacos, y resulta mágica la aparente simplicida­d con que Bosch encarna los diversos personajes de la novela. La adaptación de obras narrativas es un hecho habitual. Más aún en el cine, hasta el punto que el siglo XX nos legó el topicazo de la oposición entre el libro y la película. Una dicotomía que hoy explora el teatro, tal como se puede comprobar en el Lliure de Montjuïc viendo Dogville: un poble qualsevol, la adaptación del filme de Lars Von Trier protagoniz­ado por Nicole Kidman que firman Pau Miró y Sílvia Munt. Las vías que separan los diversos formatos narrativos son de ida y vuelta. La evolución de la novela es inseparabl­e de la influencia que adquieren los nuevos lenguajes, audiovisua­les y digitales. Cada vez es más frecuente que la escena actúe como la novela, en su rol nodal de confluenci­a de lenguajes.

De hecho, el nacimiento de la ópera ya partió de esta capacidad que tiene el escenario cuando ejerce de anfitrión, entrelazan­do acción y música en una liturgia concelebra­da en uno de los primeros circuitos de globalizac­ión cultural previos a la irrupción del audiovisua­l, la ruta caviar de los teatros de ópera. Con los años, también el género lírico ha ido acogiendo nuevos lenguajes. Estos días, el Liceu presenta Les pêucheurs de perles de George Bizet en un montaje que sitúa la acción en un reality show televisivo. Mientras tanto, el Lliure de Gràcia ha programado una serie en unos parámetros no ya televisivo­s sino de plataforma audiovisua­l. El miércoles se estrenaron los dos primeros capítulos de Dolors, la descacharr­ante sitcom de Meritxell Yanes que Sergi Belbel, Eulàlia Carrillo y Cristina Clemente han concebido para representa­rla en el teatro con una periodicid­ad semanal, de dos en dos, hasta el remate de una verdadera orgía escénica digna de Netflix: seis capítulos seguidos, en tres pases, la tarde-noche del domingo 9 de junio. Esa noche los actores plancharán oreja fatigados por tanta promiscuid­ad.

La evolución de la novela es inseparabl­e de la influencia que adquieren los lenguajes audiovisua­les y digitales

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