La Vanguardia

Liderazgos descarados

- LA COMEDIA HUMANA John Carlin

John Carlin analiza el galopante nacionalpo­pulismo que recorre Europa y sus consecuenc­ias inmediatas en el Reino Unido: “Boris Johnson, favorito a reemplazar a May, es el personaje más rocamboles­co de la política británica, el gran vendedor de la idea más romántica que han tenido los ingleses desde el Rey Arturo, el Brexit”.

Los nacionalpo­pulistas que cada día hacen más ruido en el escenario mundial tienen algo en común. Son unos románticos. Apelan a las emociones, no a la razón. Son gente de fe, no de ciencia. Ofrecen un pasado imaginario como alternativ­a a un difícil presente. Proponen soluciones milagrosas a problemas complicado­s.

¿Por qué son románticos? Porque en general se lo creen. Habrá en muchos casos una buena dosis de cinismo, pero si no se lo creyeran, si no se engañasen a sí mismos, si sus mentes no funcionara­n en vías paralelas, no serían capaces de convencer a los demás.

“Make America great again” (que América vuelva a ser grande), dice Trump. Vota por mí y todos seremos felices como en los viejos tiempos. Construyam­os un muro y no tendremos que asustarnos de nada nunca más. Yo poseo el secreto de la paz y la prosperida­d. Miente sin parar, dicen muchos, pero vive un romance tan fuerte consigo mismo que se lo acaba creyendo casi todo.

Variacione­s de la misma locura convencen a las multitudes en México, Brasil, Argentina, Francia, Italia, España (sin excluir Catalunya) y en un país donde suponíamos hasta hace muy poco que en la política el sentido común vencía a la poesía: Inglaterra. La primera ministra Theresa

May pretendió gobernar en prosa y no pudo. Anunció el viernes que renunciarí­a formalment­e el 7 de junio y el favorito a remplazarl­a es Boris Johnson, el personaje más rocamboles­co de la política británica y el gran vendedor de la idea más romántica que han tenido los ingleses desde Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda, el Brexit.

El sueño es tenaz. Tres años después del referéndum en el que los británicos (pero fundamenta­lmente los ingleses) votaron por un escaso margen a favor de dejar la Unión Europea, tres años en los que su país ha hecho un ridículo mundial sin precedente­s, muchos siguen creyendo que el Brexit es el camino a lo que Johnson y los suyos llaman “la independen­cia”, “la soberanía”, “la liberación” o “recuperar el control”. El otro gran predicador del nacionalis­mo inglés, Nigel Farage, parece haber obtenido una clara mayoría en las elecciones europeas celebradas el jueves al mando de su nuevo partido, el Brexit Party.

La fe de sus seguidores es inmune a los hechos. Siguen creyendo en la fantasía que encendió los corazones del 52% del electorado en junio del 2016: que salir de la Unión Europea no sólo no conllevarí­a ningún dolor, sino que sería un proceso fácil y rápido que devolvería su país a las glorias de los tiempos del imperio. Recuerdo que el día

después del resultado del referéndum un ministro conservado­r declaró en Hong Kong que ahora Inglaterra volvería a “la edad dorada isabelina”, la de Isabel I, la reina que venció (con bastante apoyo meteorológ­ico) a la Armada Invencible de Felipe II, victoria que inició un periodo de creciente poderío global que duraría más de tres siglos.

El problema que tuvo May es el que tiene cualquiera con dos dedos de frente (excluyamos a Trump) una vez que cambia la retórica de la campaña electoral por la realidad del poder: ver que hay que elegir entre opciones imperfecta­s y que demasiadas veces lo mejor es enemigo de lo bueno. Lo dijo en el discurso en el que anunció su inminente dimisión: su objetivo fue cumplir con “la voluntad del pueblo” saliendo de la Unión Europea pero evitando que al mismo tiempo se perdiesen empleos. Dicho de una manera más sincera, cosa que May nunca tuvo la valentía de hacer, pretendió negociar una salida que limitara los inevitable­s daños de abandonar el acceso libre al colosal mercado europeo.

Si May ha sido económica con la verdad, Johnson, sus demás enemigos en la derecha del Partido Conservado­r y Farage no dejan o de mentir o de engañarse a sí mismos o las dos cosas a la vez. Insisten en que un Brexit limpio, perfecto y completo, sin acuerdo alguno con la Unión Europea, sigue siendo una opción viable, incluso deseable. Desprecian a May en parte porque es una política rígida, sin carisma y con cero capacidad de persuasión. Pero la desprecian más, o más bien la detestan, porque ha cometido el crimen de intentar obligar a la derecha inglesa a ver que este Brexit feliz del que tanto hablan es un cuento de hadas.

Lo sigue siendo. Suponiendo que Johnson logre el sueño de su vida y asuma el puesto de primer ministro, él tampoco tendrá más remedio que enfrentars­e a los hechos. Es un payaso, es un cínico, pero no es tonto. Johnson entenderá, por un lado, que la Unión Europea no le concederá ni a él ni a nadie un Brexit sin lágrimas; por otro, verá que no existe ni remotament­e una mayoría en el Parlamento británico a favor de una ruptura total, no negociada, con la UE. Sólo los demagogos más peleados con el mundo real como Farage, el mejor amigo inglés de Donald Trump, contemplan con tranquilid­ad la posibilida­d de que las frutas y verduras que van de España a los supermerca­dos ingleses se pudran en el puerto francés de Calais.

Lo más repelente de todo esto es que gente como Farage y Johnson y la mayoría de sus correligio­narios en el mundo político no sufrirán las consecuenc­ias económicas de ningún Brexit. Ellos y sus familias están forrados. En algunos sonados casos, empresario­s que financiaro­n la campaña del referéndum por el Brexit han tomado la precaución de trasladar sus negocios a Irlanda o Singapur. La cuestión es: ¿cuánto tiempo hasta que el grueso del público inglés vea que les están tomando el pelo? Están tardando. Que después de tres años de caos y humillació­n sigan dando más crédito a las palabras de los que apelan a la nostalgia imperial, a los románticos o a los farsantes, que a la evidencia de sus ojos lo dice todo sobre la disponibil­idad del ser humano a dejarse engañar.

La idea que se ha solidifica­do en las mentes del público brexitero es que ellos son los patriotas y los demás, los que quieren permanecer dentro de la Unión Europea, o incluso simplement­e los que piden un segundo referéndum, son unos traidores. No son ingleses de verdad. Igual que en el léxico nacionalpo­pulista que da la vuelta al mundo ciertos estadounid­enses o mexicanos o argentinos o catalanes tampoco son de verdad. Un día de estos los ingleses y los demás se despertará­n de su sueño de una larga noche de verano. Se supone. Mientras, habrá que luchar para abrirles los ojos, procurando siempre mantener la calma y, dentro de lo posible, un cierto sentido del humor.

Johnson, favorito a reemplazar a May, es el personaje más rocamboles­co de la política británica, el gran vendedor de la idea más romántica que han tenido los ingleses desde el Rey Arturo, el Brexit

Lo más repelente de todo esto es que gente como Farage y Johnson y la mayoría de sus correligio­narios en el mundo político no sufrirán las consecuenc­ias económicas de ningún Brexit

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ORIOL MALET
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