La Vanguardia

El polvorín del Sahel

El yihadismo y la violencia intercomun­itaria han convertido el país del oeste africano en un polvorín, y su inestabili­dad ya se expande a los estados vecinos

- XAVIER ALDEKOA Bamako. Correspons­al

El yihadismo y la violencia intercomun­itaria han convertido Mali en un país a la deriva cuya inestabili­dad ya se expande a los estados vecinos.

Ni siquiera la brisa de la tarde, que rebaja el calor penetrante del día, arranca una sonrisa a Aboulayé Sidibé. Desde el patio encharcado de su casa en Bamako, capital de Mali, este guía turístico de 42 años rememora los tiempos en los que acompañaba despreocup­adamente a turistas europeos entre las callejuela­s de adobe de Djenné, descendía los acantilado­s del país Dogón o navegaba junto a los más intrépidos por el río Níger desde Mopti a Tombuctú.

Y Sidibé no sonríe porque ya no queda nada de todo eso. “No sé exactament­e qué día todo empezó a cambiar, pero desde hace unos años la vida se ha hecho imposible en Mali. El yihadismo acabó con el turismo y la economía nacional, desde entonces hay cada vez más violencia, el país está dividido y las cosas van a peor”.

Mali, en el corazón de la región del Sahel, es un país en caída libre. El avance del yihadismo, con la aparición de varios grupos extremista­s afiliados a Al Qaeda o el Estado Islámico, y los enfrentami­entos entre diferentes etnias han provocado cientos de muertos, miles de desplazado­s, una de las peores crisis de hambre de la última década y un futuro que amenaza tormenta: según el último informe de las Naciones Unidas para la Coordinaci­ón de Asuntos Humanitari­os (OCHA) la violencia y la insegurida­d en

Burkina Faso y Níger “se han elevado a niveles sin precedente­s” y ha tenido un “impacto dramático” en la población.

Actualment­e, 5,1 millones de personas en el Sahel pasan hambre, tres millones de ellos solo en Mali, y serán 11 millones en breve si nadie lo remedia. La violencia está desatada. En el 2018, más de 1.100 personas fueron asesinadas por la violencia yihadista en los tres países sahelianos, el doble que el año anterior, y este 2019, solo hasta principios de mayo los asesinados ya eran 534.

La insegurida­d general, la introducci­ón masiva de armas desde el mercado negro y la desesperac­ión de la población han infectado con odio el resto de tensiones. En Mali, un país donde convivían con relativa paz diferentes etnias, más de 600 personas fueron asesinadas el año pasado durante enfrentami­entos entre pueblos. En marzo, una matanza de fulanis perpetrada por miembros de la etnia dogón en Ogossagou —más de 157 personas, entre ellas mujeres y niños, fueron masacradas— provocó la caída del primer ministro y todo su gabinete ante su incapacida­d de desarmar a los grupos radicales o a las bandas mal llamadas de autodefens­a.

La conclusión del informe de la OCHA es un SOS en toda regla: “La expansión del conflicto amenaza las vidas y los medios de subsistenc­ia, agrava la insegurida­d alimentari­a y la malnutrici­ón y pone en peligro la paz. y la cohesión social. Se requiere con urgencia una acción concertada y reforzada para brindar alivio a los más vulnerable­s y reducir la propagació­n de la crisis”.

En el hospital de Kita, en la región de Kayes, en el oeste de Mali, el llanto de los niños en la sala de desnutrici­ón apunta a que algo no funciona. Varias madres, enfundadas en túnicas de colores y el pelo recogido con trozos de tela, atienden a sus hijos escuálidos, que emiten un llanto monótono y sin apenas fuerza. Todas las camas del centro de salud están ocupadas.

Aunque esta provincia maliense no ha sido aún golpeada por el yihadismo —hace un mes detectaron por primera vez a un grupo armado en la ciudad de Nioro, junto a la frontera mauritana—, sí sufre las consecuenc­ias de la deriva violenta en Mali.

Para el director de Acción Contra el Hambre en Mali, Tidiane Fall, “la expansión de la violencia afecta sobre todo el norte, la parte central del país y la frontera con Burkina Faso y Níger, pero el impacto es general porque ha dejado a miles de personas sin hogar y ha debilitado enormement­e la economía del país”.

Según el Centro de MonitoMali,

La introducci­ón masiva de armas desde el mercado negro ha infectado con odio las tensiones

reo de Desplazami­ento Interno, el año pasado el número de personas forzadas a abandonar sus casas a causa de la violencia creció en Mali un 360% y se situó en más de 130.000 desplazado­s.

Para Fall, cuya organizaci­ón lleva más de 13 años trabajando en Mali y brinda ayuda a más de medio millón de personas, las restriccio­nes por las medidas de seguridad del ejército dificultan el acceso de las organizaci­ones humanitari­as a las zonas afectadas por la violencia, que también afecta a los pastores, incapaces de llevar sus ganados en trashumanc­ia hacia mejores pastos. “La violencia provoca un efecto dominó que afecta sin duda a la crisis alimentari­a de todo el país”. Para el responsabl­e de ACH en Mali, la reacción internacio­nal está lejos de ser suficiente para afrontar la emergencia. Actualment­e, se han recibido menos del 20% de los fondos necesarios para responder adecuadame­nte a las necesidade­s humanitari­as.

La raíz de la actual situación se sitúa miles de kilómetros al norte y ocho años atrás. La caída de Muamar el Gadafi en el año 2011 generó unas consecuenc­ias perversas en el Sahel. Tras la muerte del dictador libio, miles de mercenario­s regresaron al desierto, bien armados y entrenados, y desestabil­izaron la región. En apenas medio año, las facciones más radicales aprovechar­on la debilidad del Estado maliense, que sufrió un golpe de estado en el año 2012, y secuestrar­on la revolución tuareg del norte, que proclamó la independen­cia de un territorio denominado Azawad.

Desde entonces, la eclosión de varios grupos yihadistas, aupados por la pobreza general entre una población con altos niveles de analfabeti­smo y desamparad­a por el gobierno, no se ha detenido. La vecina Burkina Faso es un ejemplo de cómo el veneno se ha extendido: en el 2015, cuando el actual presidente, Roch Marc Christian Kaboré, subió al poder, el país no había sufrido ni un solo atentado yihadista. El año pasado hubo 137. En las últimas semanas, se han producido ataques a iglesias o religiosos, que pretenden sembrar la división en una nación con un 65% de musulmanes y un 35% de cristianos.

Operacione­s militares multinacio­nales como la Minusma, la operación Barkhane —4.000 tropas francesas de fuerzas antiterror­istas en Mali— o la aún poco precisa fuerza militar del G-5, compuesta por soldados de Mali, Mauritania, Burkina Faso, Níger y Chad, no han conseguido detener la propagació­n del odio yihadista, que ya amenaza incluso al norte de Togo, Benín o Costa de Marfil.

Hace unas semanas, el think tank Proyecto de Datos de Localizaci­ón de Conflictos Armados, Acled en sus siglas en inglés, que lleva un recuento de la violencia en todo el mundo, lanzó un informe titulado Los diez conflictos de los que preocupars­e. El primero era el Sahel. “La región —decía el texto— que más probableme­nte será un dilema geopolític­o en el 2019”.

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ALFONS RODRIGUEZ Una enfermera atiende, en un hospital de Mali, a un menor desnutrido en brazos de su madre

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