La Vanguardia

El mandato del cielo

- Ramon Aymerich

En 1979 Rusia invadía Afganistán, Margaret Thatcher se convertía en la primera ministra del Reino Unido, Nueva York era una ciudad que se caía a pedazos y Berlín un oasis juvenil aislado por el Muro. Muy pocos en aquellos días prestaban atención a lo que estaba ocurriendo en Pekín, donde un hombre discreto, Deng Xiaoping, acababa de hacerse con el poder. Comunista de primera hora, representa­nte del ala más reformista del partido, Deng había sobrevivid­o a toda clase de purgas y confinamie­ntos por sus críticas a la errática y catastrófi­ca política económica del presidente Mao. Por eso, nada más hacerse con el cuadro de mandos, el nuevo hombre fuerte de China desmanteló el sistema de comunas en el campo, levantó fábricas en las provincias costeras y empezó a firmar contratos de producción con el exterior.

Hombre pragmático en un país que se desideolog­izaba muy lentamente, Deng le puso el turbo a una economía que llevaba décadas estancada. Y activó un cambio de consecuenc­ias imprevisib­les para el equilibrio mundial de poderes. La apertura de China al exterior significab­a la inserción de más de 600 millones de personas en el mercado laboral global, un choque de oferta en forma de mano de obra de una dimensión inédita.

De aquella decisión han pasado cuarenta años, periodo en el que China le ha dado la vuelta a siglos de declive y retraso respecto a Occidente. El tiempo le ha dado la razón a Deng. Con la apertura, China ganaba. Europa y Estados Unidos perdían.

En la teoría de juegos, un win-win es un simulacro diseñado para que todos los que participan en él saquen algún provecho. La estrategia es muy popular en el marketing. En un buen trato todos deben ganar: la empresa, los distribuid­ores, los vendedores, los consumidor­es. También es aplicable a la resolución de conflictos.

No hay conflicto que se resuelva de forma satisfacto­ria si alguien se siente perdedor. Todos deben ganar. La idea del “todos ganan” es tan atractiva que a menudo se olvida que se trata de una teoría, no del normal desarrollo de las cosas.

El “todos ganan” es parte esencial del optimismo que impregnó el discurso económico en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado. Muy en particular en todo lo relativo a la globalizac­ión. La política, muy subordinad­a al pensamient­o económico, se contagió de ese optimismo. En los cambios que se avecinaban había sitio para todos. Si Asia se estaba transforma­ndo en la gran fábrica del mundo, Europa iba a ser el balneario del diseño y de las ideas... Recordar aquellos razonamien­tos provoca ahora sonrojo. Al modelo del “todos ganan” le faltaba sólo una cosa: el contexto histórico. En un sentido amplio, movimiento­s como el que inicia China en 1979 desencaden­an dinámicas difíciles de prever. Son movimiento­s que no traen beneficios para todos. Unos ganan y otros pierden. Y a veces unos deben perder para que otros ganen. Esta importante matización aparece en un perturbado­r y bello artículo que ha publicado Branko Milanovic este mes de abril. Milanovic es un economista serbio-estadounid­ense conocido por sus trabajos sobre desigualda­d y transicion­es económicas. El viernes hablará en Sitges, invitado por el Círculo de Economía.

El artículo de Milanovic, de forma resumida, dice lo siguiente:

La primera globalizac­ión tuvo lugar entre mediados del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial. Sostenida por la primera revolución industrial, permitió que los países más avanzados de Europa y Estados Unidos se hicieran muy ricos y poderosos. Conquistar­on África y partes de Asia y sometieron al resto de países a un estatus colonial. Las ganancias de la industrial­ización y la globalizac­ión dispararon los ingresos de los ciudadanos occidental­es en relación con los de los asiáticos, que quedaron excluidos de la nueva riqueza.

La segunda globalizac­ión, la de ahora, discurre en la dirección contraria. Y comporta una radical recomposic­ión del balance del poder en el mundo. Asia, en especial China y la India han crecido de forma muy rápida y sus poblacione­s están recuperand­o parte de lo perdido desde el siglo XIX. La globalizac­ión, dice el economista, es un juego de luces y sombras. La que ahora vivimos ha reducido de forma notable la pobreza global, ha elevado la esperanza de vida de mucha gente y los niveles de educación. Pero ha tenido sus sombras, su reverso en forma de patologías sociales (paro, epidemias de drogadicci­ón, soledad, terrorismo...) y degradació­n ambiental. Sus efectos no han sido tan crueles como los infligidos a Asia y África en la primera globalizac­ión. Pero tampoco deben desdeñarse.

La primera globalizac­ión trajo la luz a Occidente y sembró de dolor y atraso a otros países. La de ahora es un espejo invertido de la primera. Y muestra ya los primeros síntomas de agotamient­o en forma de conflicto económico de amplia escala entre China y Estados Unidos. Para cuando la situación se estabilice y pasemos balance de lo que ha ocurrido en las últimas cuatro décadas, la conclusión será que Asia ha atrapado en parte a Occidente. Y que, en términos de ingresos relativos, según aventura Milanovic, volveremos a los días previos a la Revolución Industrial.

El primer problema de los países que entran en declive (aunque este sea relativo) es admitirlo. Y saber mover las palancas para revertirlo. China esperó siglos hasta la llegada de Deng para que este recibiera el Mandato del Cielo, que es la fórmula con la que los emperadore­s legitimaba­n sus decisiones. Europa no debería esperar tanto tiempo.

Con la globalizac­ión, unos ganan y otros pierden: China ha revertido siglos de atraso con Occidente

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SELLOSOUTH CHINA MORNING POST / GETTY Sello con el Mandato del Cielo encargado por Kangxi, cuarto emperador de la dinastía Qing
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