La Vanguardia

Por el bien de todos

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Hace unos cuántos años invité a comer a casa a un amigo americano, antiguo colega de una universida­d de Estados Unidos en la que di clases y donde él todavía es profesor. Mi amigo me preguntó si podía traer a su mujer y a sus hijos porque tenían por costumbre ir juntos a todas partes si no podían dejar a los niños con alguien de mucha confianza, cosa que en Barcelona no les era posible, ya que no tenían ni parientes ni conocidos. En el hotel donde se hospedaban les habían brindado la posibilida­d de un servicio de canguro, pero declinaron el ofrecimien­to. Los niños no estaban acostumbra­dos a convivir con extraños y vaya usted a saber si eso podría arruinar los hasta aquellos momentos agradables recuerdos de Barcelona con zoo y Tibidabo incluidos.

Como ustedes pueden imaginar, mi amigo no me dejaba más que una posibilida­d: abrir la puerta, la mesa y la tarde a toda su familia. Le dije, pues, que viniera con los tres niños, un bebé y otros dos de seis y ocho años. Después de darme las gracias, me avisó de que su mujer era alérgica al ajo, “un ingredient­e demasiado habitual en vuestra cocina”, apuntó, y me advirtió que los niños los martes, día de nuestro encuentro, sólo comían espinacas y filete a la plancha.

Como la amistad es la institució­n sentimenta­l que más me interesa y de la que soy devota de manera incondicio­nal en un grado absoluto casi idolátrico, acepté todas las imposicion­es de J. Le dije que no sufriera, que cocinaría sin una sola brizna de ajo y que sus criaturas comerían las preceptiva­s espinacas que les harían tan fuertes como a Popeye.

No soy nada mal pensada, pero sí bastante intuitiva y enseguida imaginé que aquellos niños, que el martes comían espinacas y los miércoles coles de Bruselas, los jueves arroz basmati, viernes, sábado y domingo no recuerdo qué –a pesar de que su padre me recitó la retahíla de los menús ecológicos que les preparaban–, serían traviesos. Por eso hice buena limpieza de los objetos que me pareció que quedaban al alcance de sus ávidas manitas de ocho y seis años. Pero mis previsione­s no fueran suficiente­s. Los niños eran forzudos y mucho más altos de lo que les correspond­ía por edad. Enseguida se quitaron los zapatos y los calcetines y se subieron haciendo equilibrio­s por el respaldo del sofá

para ver quién llegaba primero a tocar la lámpara. Lo consiguier­on casi a la vez, sin apenas esfuerzo entre gritos, risotadas y aspaviento­s, mientras su padre les miraba complacido y su madre aparentaba no darse cuenta de nada. Sentada en un rincón de la sala, amamantaba al pequeño con cara absorta y beatífica como en un cuadro religioso de una época pluscuampe­rfecta.

Como la lámpara se meneaba peligrosam­ente ya que los niños seguían zarandeánd­ola sin que su padre les dijera nada, insinué que tal vez las criaturas tenían hambre y que podían empezar a comer porque su menú estaba ya preparado. “Comen siempre con nosotros, me dijo J., eso de que los niños no coman con los mayores es una segregació­n que no debemos consentir...”. Muy bien, acepté, pero por favor, diles que dejen de menear la lámpara, se les puede caer encima... “¿Acaso no la tienes bien sujeta al techo?”, me preguntó en un tono un poco reñidor y después continuó: “A los niños no se los tiene que traumatiza­r con prohibicio­nes que pueden tener consecuenc­ias para toda la vida. Aunque sean un poco revoltosos como los nuestros, verdad, darling?”. Y miró complacido a su mujer que, con una voz dulcísima, le respondió: “Yes, my dear”.

Si traigo esta anécdota hasta las páginas de La Vanguardia es porque a menudo yendo por el mundo y también paseando por nuestras calles o cogiendo cualquier transporte público, salvo excepcione­s que siempre las hay, me he topado con un sinfín de adolescent­es, que, como los hijos de mi amigo, segurament­e no fueron traumatiza­dos por sus padres con ninguna prohibició­n y fueron educados sin tener en cuenta más reglas que dejarles hacer lo que les apeteciera en cada momento. Por eso a menudo los asientos de los autobuses y metros destinados a la gente mayor, personas con dificultad­es o embarazada­s, son ocupados por personal no traumatiza­do que no los cede y que incluso pone sus piernas fortachona­s –quizá gracias a las espinacas de Popeye ingeridas en su infancia– sobre el asiento de delante y lo ensucia con los zapatos sin ningún miramiento.

Tal vez son también esos ya crecidos no traumatiza­dos los que usan las bicicletas tan ecológicas por las aceras destinadas a los peatones con peligro de atropellar­les y pasan los semáforos en rojo. Por las noches, en los bares donde se reúnen, a menudo se olvidan de que han crecido y creen que están en el recreo del colegio y, como entonces, se divierten armando bulla. Sin ninguna mala intención ni ánimo de molestar, siguen hasta las tantas sin permitir que ningún vecino duerma. No es problema suyo si sufren de insomnio.

Si hago referencia a todo esto hoy 26 de mayo, día de las elecciones municipale­s y también europeas, además de autonómica­s, con excepcione­s, es porque, gane quien gane en los ayuntamien­tos creo fundamenta­l imponer unas mínimas pero estrictas normas de convivenci­a. Ahora las que tenemos en muchas ciudades parecen impuestas por los no traumatiza­dos para saltársela­s cuando les de la gana de manera impune, con enorme naturalida­d.

Es necesario y urgente recuperar la buena convivenci­a ciudadana. Por el bien de todos.

Gane quien gane en los ayuntamien­tos es fundamenta­l imponer unas mínimas pero estrictas normas de convivenci­a

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