La Vanguardia

Café Mozart

- JOAN DE SAGARRA

Hoy voto por partida doble: mi nuevo alcalde de Barcelona y mi representa­nte en el Parlamento Europeo. Porque además de catalán y de español también soy europeo. ¿Pero me siento europeo, como me siento catalán y español? Pues unas veces sí y otras no tanto. Me explicaré.

Cuando, a mediados de los cincuenta, terminé mi bachillera­to en los Jesuitas de Sarrià, mi padre me obsequió con un viaje a Viena –prácticame­nte todo el mes de julio–. ¿Por qué Viena y no Roma o Londres que todavía no conocía? ¿Por qué Viena si no hablaba ni una palabra de alemán? Lo ignoro. Sólo sé que mi padre me dijo que en la pensión en la que me alojaría podría hablar en francés, al igual que con los camareros del Café Mozart o del Sacher. Y eso no es todo. En la estación de Francia, donde mi padre fue a despedirme antes de coger el tren hacia Ginebra, me entregó un libro rogándome que lo leyera con atención y cariño, que me sería de mucha utilidad. El libro era El mundo de ayer, de Stefan Zweig, en la versión castellana editada, creo recordar, por Plaza y Janés.

Me lo pasé muy bien en Viena, sobre todo en las noches del Prater con una chavala rumana algo mayor que yo y, la verdad, no presté demasiada atención al libro de Zweig. Fue siete años más tarde, muerto ya mi padre, cuando volví a leerlo en París, en una edición francesa, cuando me di cuenta de lo que representa­ba para mi padre aquel viaje a Viena terminado brillantem­ente, todo sea dicho, mi bachillera­to. Con aquel viaje –y aquel libro– mi padre me reconocía, o mejor me deseaba, europeo, como él lo fue de mozo. Sólo que la Viena de 1955 –la de El tercer hombre, ni más ni menos– no tenía nada que ver con la Viena de Zweig o la que mi padre conoció en 1920 cuando residía en Berlín, ejerciendo de co¿A

rresponsal del diario madrileño

El Sol.

Pues sí, desde entonces, desde que leí con mucha más atención y cariño que la primera vez aquella edición francesa de El mundo de ayer, me siento europeo y le estoy muy agradecido a mi padre de aquel regalo. Intenté correspond­erle aprendiend­o el alemán, pero fracasé, aunque me sé de memoria –en alemán, en francés y en catalán– la letra del Himno a la alegría de la Novena Sinfonía Beethoven, que, mira por donde, es el himno de la Unión Europea.

Me siento europeo como se debió sentir mi padre, sólo que mi padre no pudo decir que era oficialmen­te europeo como lo soy yo, y ello porque se murió antes de que los españoles entrásemos a formar parte de la Unión Europea. Mi padre se sintió europeo por la cultura, por la cultura europea que mamó: de Dante a Goethe, de Shakespear­e o a Molière, de Ausiàs March a Cervantes, de… Supongo que, como Zweig, debió sentirse europeo cuando viajaba por Europa sin pasaporte y con monedas de oro, el euro de entonces. Pero no disfrutó de la Unión Europea, vamos, que no pudo votar su representa­nte en el Parlamento Europeo. Y vete a saber si tal vez debió sentirse europeo por algo más que la cultura. ¿Por las revolucion­es? ¿Por la declaració­n de los derechos humanos? Lo ignoro.

Yo también me siento europeo como se debió sentir mi padre, pero he de confesarle­s que me siento más europeo cuando leo a Zweig que cuando me pregunto: quién votarás, Juanito; quién diablos será tu representa­nte en el Parlamento Europeo? La Europa de Zweig, la Unión Europea, era un sueño que para él acabó mal: el libro, El mundo de ayer ,se publicó en 1943, dos años después que Zweig lo terminase en Brasil y un año después que el escritor vienés se suicidase junto a su mujer. Ahora, la Europa de Zweig puede que tenga más de realidad que de sueño. O al revés, según se mire. Imagino que a Zweig le encantaría comprobar que en la Unión Europea ya no se aplica la pena de muerte, pero imagino su tristeza cuando se diera cuenta de que la cultura de la Unión Europea, más que depender de la Unión depende de sus estados miembros.

¿Les dice algo el nombre de Robert Menasse? Es el nombre de un novelista austriaco que acaba de publicar una novela la mar de divertida –La Capitale (Verdier, 2019) que me compré la semana pasada en Perpiñán– en la que aparece un personaje, Fenia Xenopoulou, que es ridiculiza­do por sus compañeros tan pronto se hace público su nombramien­to como responsabl­e de la Cultura de la Comisión Europea en Bruselas. ¿Por qué? Porque la cultura carece de importanci­a en la Comisión Europea. De importanci­a, es decir, de influencia, de poder. ¿Por qué? No porque la Comisión muestre un desinterés por la cultura, sino porque los estados miembro transfiere­n pocas, escasas competenci­as a la Comisión Europea en cuestión de cultura.

Cuando la cultura no es la tuya y la de todos; cuando los que te gobiernan no mueven un dedo para que tu cultura sea la de todos, de todos los europeos, ¿qué pensar de tu sueño europeo, qué pensar de Zweig, de tu padre, de aquel camarero del Café Mozart que te recitaba poemas de Lorca, en castellano, y de Apollinair­e, en francés? (Era húngaro, judío por más señas).

¿A quién votarás, Juanito; quién diablos será tu representa­nte en el Parlamento Europeo?

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MATHIAS KNIEPEISS / GETTY La terraza del emblemátic­o establecim­iento de la capital austriaca
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