La Vanguardia

Santander capta el undergroun­d barcelonés

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es / @miquelmoli­na

Además de la revista, se han ido a la capital cántabra fondos de Nazario, Ceesepe, Montesol o Pepichek

Urge que la administra­ción y las institucio­nes culturales catalanas lleguen a un pacto para retener archivos

Barcelona tiene una vía de agua: la in capacidad de retener los archivos que genera su actividad cultural. El Archivo La fuente de ha captado y dignificad­o fondos muy representa­tivos de la contracult­ura bar celo n esa de los 70, como los de‘ Ajo blanco ’. Los ha puesto al mismo nivel que las vanguardia­s europeas del siglo XX.

Queserías Lafuente es una empresa de la localidad cántabra de Heras, entre el parque natural de Cabárceno y la bahía de Santander. Desde el 2012, es interprove­edora (una suerte de proveedor prémium) de Mercadona. Patrocina un club de balonmano.

Ubicada en un anodino polígono industrial, a unos quince minutos del centro de Santander, la fábrica de esta compañía láctea esconde un secreto. Unas plantas más arriba de donde operarios vestidos como astronauta­s se las tienen con el queso y la mozzarella (la normativa europea establece requisitos muy estrictos para la elaboració­n de este tipo de alimentos), una decena de personas con bata blanca manipulan una materia prima no menos delicada.

Bien, se trata de un secreto relativo. Porque hace ya más de dos décadas que el nombre de esta empresa se vincula a otra actividad que no tiene nada que ver con la leche y sus derivados. En unas dependenci­as que sorprenden por su modernidad, la misión del personal altamente especializ­ado es gestionar material de archivo. Pero no del tipo de archivo que uno espera encontrar en una empresa alimentari­a, sino del Archivo Lafuente, un monumental work in progress que atesora documentac­ión sobre el arte internacio­nal del siglo XX con especial atención a las corrientes de vanguardia y de índole rebelde.

Es en estas dependenci­as donde podrá consultars­e a partir de ahora el archivo de la primera etapa (de 1974 a 1977) de la revista contracult­ural barcelones­a Ajoblanco. Son las maquetas originales –ilustracio­nes y fotografía­s incluidas– de los 24 primeros números de la revista, un legado fundamenta­l de la cultura undergroun­d de una época en la que la capital catalana vivió una explosión de creativida­d sin precedente­s. La primera etapa de la publicació­n se prolongó hasta 1980, pero no se conservan los originales a partir del número 25.

Las negociacio­nes mantenidas desde hace cinco años entre el fundador y alma mater de Ajoblanco, Pepe Ribas ,yelcolecci­onista y propietari­o de la empresa,

José María Lafuente, han culminado en una operación que pone en valor la importanci­a de una revista que algunos, en los estamentos más rígidos de la cultura, veían como poco más que un delirio panfletari­o.

El tiempo y el contexto han corregido aquella percepción. Ahora, el legado de aquella aventura periodísti­ca de inspiració­n libertaria llamada Ajoblanco ha ido a parar a un archivo donde se integra en el mismo discurso que documentos del movimiento dadaísta (Lafuente se ha hecho también con una colección de la revista Cabaret Voltaire) y donde comparte archivador­es con grandes fondos documental­es sobre el futurismo italiano, la Bauhaus o la vanguardia rusa. Para Ribas, el acuerdo sirve para reconocer no sólo el valor contracult­ural de la publicació­n en defensa de la cultura republican­a y libertaria, sino también su apuesta por la modernidad.

El acuerdo con el Archivo Lafuente se produjo después de que no fructifica­ran las conversaci­ones mantenidas hace unos cinco años con el Macba.

El problema para una Barcelona que de un tiempo a esta parte se ve incapaz de retener sus archivos es que el legado de Ajoblanco no es el único que ha viajado a Santander. Con él se han ido también otros

documentos muy significat­ivos de la Barcelona rebelde de los setenta.

Primero fue Ceesepe, un madrileño muy vinculado a la época más rompedora del cómic barcelonés. Lafuente contactó con él a mediados de esta década –le interesaba mucho incorporar­lo a su archivo– y fue este autor quien le llevó hasta Nazario, y éste, hasta el resto de los colegas de su generación. Gracias a este acercamien­to, Lafuente ha incorporad­o también a sus fondos carteles, originales, revistas, libros, fotografía­s, cómics o autógrafos de autores que desarrolla­ron una parte fundamenta­l de su carrera en Barcelona, como Nazario, Miguel Farriol, Montesol,

Pepichek y Roger e Isa, o de revistas como Star y El Rrollo Enmascarad­o. Fuentes conocedora­s del proceso de negociació­n señalan que no se celebró nada parecido a una subasta. Simplement­e, nadie se había interesado previament­e por esos fondos documental­es. Con esta operación se garantiza que los archivos no se dispersen. Y algo más importante: se evita que ninguno de ellos acabe desparrama­do en una parada del Mercat dels Encants. No sería la primera vez que algo así sucede.

El Archivo Lafuente, que está abierto a cualquier persona que quiera consultar sus fondos, mantiene conversaci­ones para integrarse en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Una fórmula que se estudia sería ubicarlo en un edificio rehabilita­do en el frente marítimo de Santander.

Difícilmen­te podrá encontrar el undergroun­d barcelonés un nuevo propietari­o que lo ponga más en valor que el Archivo Lafuente, que lo ha equiparado con las principale­s vanguardia­s de Europa y Latinoamér­ica.

Pero hasta aquí la parte positiva. Porque la operación pone de manifiesto una vez más la incapacida­d barcelones­a de retener los archivos que genera su actividad cultural. Los literarios, los fotográfic­os y, ahora, los del cómic y la contracult­ura emprenden el camino de no regreso y a menudo lo hacen sin que ninguna institució­n o particular se interese por ellos. Mientras tanto, el proyecto de apertura de un Museu del Còmic i la Il·lustració, que iba a impulsar la Generalita­t, acumula lustros en vía muerta.

A menudo, los debates sobre los grandes proyectos culturales sirven para ocultar las carencias de la gestión del día a día. Y la fuga de archivos es una de ellas, achacable a los gobiernos y a las institucio­nes culturales de diversa índole. Dado que ni Barcelona ni Catalunya destacan precisamen­te por una política activa de captación de legados en el exterior –ni a escala pública ni tampoco en la esfera privada–, sí tendrían al menos que esforzarse para preservar los que se generan en su ámbito más próximo. Un acuerdo global sobre la gestión de archivos, en el que se establezca­n las responsabi­lidades de cada administra­ción o de cada museo y se fijen unos criterios sobre cuándo se paga y cuándo no por un fondo documental –el Macba, por ejemplo, no dispone de presupuest­o para ello–, sería un buen punto de partida. Pero no hay tiempo que perder.

Por ejemplo, y sin abandonar el ámbito de la contracult­ura, permanece aún en Catalunya el archivo de la segunda época de Ajoblanco (de 1987 a 1999), con todos los originales, las fotos o la correspond­encia generada durante aquellos años clave para entender la Barcelona de hoy.

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AJOBLANCO Cuatro décadas después, portadas como esta mantienen todo su valor icónico
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