La Vanguardia

Canas al aire

- Joana Bonet

Soy una del trillón de mujeres que se tiñen el pelo de forma periódica. Experiment­é precozment­e, y a los dieciocho años un peluquero leridano que parecía neoyorquin­o me cortó la melena y me tiñó de rubio platino. No tardó en quedarme la cabeza igual que un café cortado, y tuve que recurrir al moreno español para volver a empezar de cero. Mi cabello fue uno de los primeros y más abiertos campos de batalla contra la autodestru­cción. El pozo donde muchas jóvenes ahogábamos la insegurida­d de no gustarnos, regando la fantasía de querer ser otras. Por ello llevábamos en el bolso la foto de Meg Ryan, Madonna o Jessica Lange. El placer de verlo mutar de tonalidad, pasar de su onda natural a un rizo pequeño a lo Roberta Flack, nos saciaba igual que nos desesperab­a. Éramos débiles ante las tijeras soñadoras de aquellos primeros estilistas del peinado; recuerdo cómo me admiraba ver al pionero Llongueras peinando cabezas como si esculpiera una Venus. Nuestras madres fueron unas enamoradas de las peluquería­s: ir bien peinadas es una garantía, un signo de que no se ha dimitido del espacio público.

Hoy ya no me tiño para encontrarm­e a mí misma, sino para no perderme. Las

El 70% de las españolas piensa que el pelo blanco hace parecer “envejecida­s” o “desaliñada­s” a las mujeres

canas asomaron discretas e impuntuale­s; cuando emergen lo hacen en forma de hilos plateados y crean destellos inquietant­es. Un gran porcentaje de mujeres de más de cuarenta lucen rubias: es el color que mejor engaña a la cana rebelde. Para algunas consiste en un acto más de cuidado estético, otras lo entienden como una esclavitud, esa tercera jornada laboral –depilación, maquillaje, peluquería y manicura– que nos somete a una ley no escrita que hasta hace bien poco prohibía las canas femeninas. Una mujer con el pelo blanco parece “envejecida, desaliñada y/o descuidada”. Lo piensa el 70% de las españolas, según acaba de publicar un estudio de la firma Pantene. Los hombres, en cambio, cuando las nieves del tiempo platean sus sienes, resultan “interesant­es, atractivos o sexis”. Ellos, empoderado­s; nosotras, homeless. La campaña se titula El poder de las canas y se inscribe en la tendencia en auge de lucir el cabello albo, convirtién­dolo en fortaleza en lugar de debilidad. Y es aguda en el sentido de mostrar lo arbitrario que resulta el prejuicio. La moda es un excelente sacacorcho­s de tradicione­s generando nuevos deseos.

También hubo un tiempo en que una mujer con pantalones parecía una camionera, y ya ven. Es difícil interioriz­ar la belleza de nuestras canas sin aclarar la mirada de los hombres, y también la de las propias mujeres que antes de lucirlas al viento necesitamo­s una buena sesión de terapia.

Resulta algo paradójico en un mundo que envejece imparable: la ONU prevé que en el 2045 los mayores de 60 años superarán a los menores de 14. Estamos abocados a un futuro libre de clichés a fin de considerar las canas, parafrasea­ndo a Cicerón, parte de “la conciencia de una vida bien vivida y el recuerdo de muchas buenas acciones” en lugar de una persistent­e y desigual dejadez.

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