La Vanguardia

El pan de la abuela

- Magí Camps mcamps@lavanguard­ia.es

APepita siempre le ha gustado cocinar. Más allá de la rutina diaria de las comidas de rigor, le apetece preparar manjares que sabe que complacen a la familia. Y no ha dejado nunca de experiment­ar: cada vez que ha oído a alguien hablando de un plato, se ha interesado por saber cómo lo guisaba y con qué variantes, y en la comida de los domingos ha seguido sorprendie­ndo a la familia con nuevas recetas y con variacione­s sobre las ya conocidas.

Hace ya unos años que Pepita se jubiló: misión cumplida. El retiro se le presentaba tranquilo: la pensión no era nada del otro jueves, pero con todo pagado y un rinconcito para un imprevisto, sólo pedía salud para ver crecer a sus nietos. Y los nietos se hicieron mayores y se encontraro­n con un mercado laboral hecho una piltrafa.

El mayor, David, tras un montón de trabajos ultrapreca­rizados, decidió montar un bar con otros dos amigos, pidiendo ayuda a las respectiva­s familias. Pepita, siempre dispuesta a echar una mano, les anunció que cocinaría croquetas de esas tan buenas, considerad­as míticas por los que las habían probado. Dicho y hecho, el bar empezó a funcionar con una buena bandeja de croquetas en primer plano, con el cartel: “Croquetas de la abuela”.

El éxito no se hizo esperar, y después

Pepita, siempre dispuesta a echar una mano, cocinaba croquetas de esas tan buenas

de las croquetas, Pepita les preparó buñuelos de bacalao de la abuela, huevos rellenos de la abuela, berenjenas gratinadas de la abuela... Pero Pepita sumaba años y lo que empezó como una ayuda cada vez se le hacía más cuesta arriba. Quería dejarlo y no sabía cómo, pero callaba y ayudaba porque en todos los locales veía carteles como los del bar de su nieto: coca de la abuela, ensaladill­a de la abuela, canelones de la abuela...

Hasta que un día, en la panadería de abajo, vio uno que ponía: “Pan de la abuela”. La indignació­n le subió por el pecho y gritó por dentro: “¡Y un cuerno!”. Como los conocía y, desde el patio de luces, tenía controlado­s los hornos eléctricos y todo lo que hacían, les endilgó una denuncia. Los argumentos que expuso fueron dos: 1. Las de su generación nunca habían elaborado el pan; y 2. En aquella panadería no había ninguna abuela.

La juez de las abuelas le ha dado la razón y los de la panadería han tenido que retirar el cartel del “pan de la abuela”. De paso, Pepita, bien asesorada por la abogada de las abuelas, ha registrado las marcas “de la abuela” y “de la yaya” –sin ánimo de lucro–, y se dedica a pasear por todas la ciudad verificand­o que haya una abuela de verdad a los fogones. Y cuando no es así, denuncia al canto. Ahora vuelve a tener tiempo, porque ya es bisabuela y ha traspasado el voluntaria­do culinario a su hija.

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