La Vanguardia

Servilismo a la británica

- John Carlin

John Carlin analiza en “Eterna esclavitud” el servilismo de Boris Johnson, primer ministro británico in péctore, ante las burlas de Donald Trump al embajador de Reino Unido en Washington. “Su consuelo es que la mayoría de los diputados de su partido lo tratan a él con la misma ridícula sumisión”, señala.

Por todas las Américas y algunas partes de Asia existió en tiempos prehistóri­cos la costumbre de que cuando moría un hombre importante mataban a sus esclavos. La idea era que en el otro mundo los amos tendrían la misma necesidad que en este de gente que les atendiera gratis. A veces los degollaban, a veces los ahogaban, a veces, como por ejemplo en la costa noroeste de lo que hoy es Estados Unidos, enterraban a los esclavos vivos debajo de los cuerpos de sus difuntos dueños.

Estaba leyendo sobre el tema esta semana en una revista digital de antropolog­ía. El artículo se titulaba “Eterna esclavitud”. Cuando terminé el artículo me fui a la página web de la BBC y leí lo último sobre el embajador británico en la Costa Este de Estados Unidos cuyos informes secretos sobre el presidente Trump –“inseguro”, “inepto”, “caótico”– fueron publicados en la prensa londinense el domingo pasado. El desenlace del lío que se armó indica que “eterna esclavitud” al amo yanqui es el destino que le espera al que en su día fue el gran imperio inglés.

Trump, por supuesto, no pudo reprimir el impulso de contraatac­ar en Twitter, llamando al embajador “un loco” y “un tonto pomposo” y de paso criticando a la actual primera ministra británica, Theresa May –también “tonta”–, por no haber seguido sus consejos para resolver el rompecabez­as del Brexit. Ciertos sectores del mundo político inglés reaccionar­on con la debida indignació­n, pero el casi seguro sucesor de May, Boris Johnson, se alineó con Trump. Dijo que no podía dar ninguna garantía de que cuando llegase al poder (se supone que Johnson será primer ministro en unos diez días) mantendría al embajador en su cargo. Unas horas después, viéndose traicionad­o, el embajador renunció.

No han faltado las críticas contra Johnson. Un ministro de su propio partido conservado­r le acusó de haber “tirado a nuestro principal diplomátic­o debajo de un bus”. Un alto funcionari­o del Gobierno dijo: “Nuestro próximo primer ministro ha alimentado el ego del caprichoso niño de la Casa Blanca”. Una diputada laborista declaró que “el patético chupamedia­s” de Johnson había “deshonrado a nuestro país”.

Que se vayan acostumbra­ndo. Una consecuenc­ia del Brexit que Johnson con tanto entusiasmo apoya será que, fuera del amparo y del sistema de comercio libre de la Unión Europea, el Reino Unido no tendrá más remedio que arrodillar­se frente a Estados Unidos a pedir protección y limosnas. O, como reconoció el propio Johnson esta semana, después del Brexit “Estados Unidos será nuestro bote salvavidas”. Algo parecido a lo que ocurrió durante

la Segunda Guerra Mundial, cuando Churchill tuvo que rogar al presidente Roosevelt que viniese al rescate de su isla.

Johnson ha escrito un libro sobre Churchill en el que no cuenta nada nuevo sobre el antiguo héroe inglés y todo sobre su deseo de poder un día compararse con él. Lo logrará, pero sólo hasta cierto punto y en circunstan­cias diferentes. Churchill tuvo que salvar a su patria de una crisis impuesta por otros. Johnson tendrá que hacerlo en una crisis que, como líder de la campaña a favor del Brexit en el referéndum del 2016, él mismo provocó. Lo que va a pasar después del Brexit es que el Reino Unido dependerá más que nunca de lo que Churchill llamó “la relación especial” con Estados Unidos.

Churchill y todos los que se lo siguen creyendo se engañan, claro. Como dijo Roosevelt, “Winston me cae bien, pero no tan bien como le caigo yo a él”. Lo único especial de la relación entre los dos países es la manera en la que se han invertido los antiguos papeles coloniales. Desde poco después de la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido ha sido un país súbdito de Estados Unidos. Hay una escena en la película Love actually en la que el primer ministro inglés, interpreta­do por Hugh Grant, se rebela contra el arrogante presidente de Estados Unidos. El éxito de la escena, entre el público inglés en particular, radica precisamen­te en que es la expresión ficticia de un deseo soñado, pero imposible.

La realidad es que un gobierno británico tras otro se han visto obligados a bailar al compás de Washington. Por ejemplo, una vez que el presidente Bush decidió lanzarse a la guerra contra Irak el primer ministro Blair no vio más alternativ­a que acompañarl­o. La diferencia hoy, con el Brexit a la vuelta de la esquina, es que la dependenci­a será mayor y la relación se volverá más indigna, especialme­nte mientras Trump permanezca en la Casa Blanca. Johnson sabe que es más inteligent­e que el presidente de Estados Unidos, como lo son el 95% de los jefes de gobierno del mundo, y sabe que es un imbécil que “irradia insegurida­d”, como escribió el embajador cuya dimisión Johnson forzó. Putin y Kim Jong Un, Merkel y Macron tratan a Trump como un igual, o incluso a veces con cierto desdén, pero el máximo representa­nte del gobierno de su majestad Isabel II tendrá que asumir la misma actitud ante él que los esclavos romanos con el emperador Nerón.

O quizás exista una mejor comparació­n histórica.

El duque de Vendôme era un aristócrat­a francés del siglo XVII que tenía la costumbre de recibir a los emisarios extranjero­s sentado en el inodoro. Una mañana, mientras un ambicioso cura italiano llamado Giulio Alberoni esperaba a que le dirigiera la palabra, el duque terminó de cagar, se levantó, se dio media vuelta y empezó a limpiarse. Alberoni, emocionado ante tal honor, corrió hacia el duque y le besó el trasero, exclamando: “¡O culo di angelo!”.

Le fue bien a Alberoni. Tuvo una brillante carrera. El duque lo nombró su secretario personal, llegó a ascender a cardenal, logró ganarse la confianza de los reyes Luis XIV de Francia y Felipe V de España y murió rico.

Es, en el mejor de los casos, el ejemplo que seguir para Inglaterra en sus futuras relaciones con Estados Unidos, el ejemplo que seguir para Boris Johnson en las suyas con Donald Trump. El consuelo que Johnson tiene es que la mayoría de los diputados de su partido lo tratan a él con la misma ridícula sumisión. Y no por amor o convicción sino por necesidad. Buscan favores a cambio. A esto ha llegado la democracia parlamenta­ria más antigua y, hasta hace no mucho, más venerable del mundo. La tendencia se globaliza. Los ingleses nos indican el camino. Volvemos hacia el modelo de gobierno del siglo XVII, no tan diferente al de nuestros comienzos como especie. Por un lado están los poderosos, por otro, los esclavos besaculos.

El máximo representa­nte del gobierno de su majestad Isabel II tendrá que asumir la misma actitud ante Trump que los esclavos romanos con el emperador Nerón

El consuelo que Johnson tiene es que la mayoría de los diputados de su partido lo tratan a él con la misma ridícula sumisión; y no por amor o convicción sino por necesidad: buscan favores a cambio

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ORIOL MALET
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