La Vanguardia

De qué descansamo­s

- Glòria Serra

Mi amiga pone los ojos en blanco y mira al cielo. Trabaja en el sector turístico desde hace años, se pasa el día recibiendo y despidiend­o a turistas del país y extranjero­s. Me he interesado en saber cómo ha empezado la temporada y, además de resoplar, su cara es bastante explícita. Me dice que ya está harta de gente maleducada y de que le hagan pagar a ella su mal humor y su estrés. “Pero ¿cómo puede ser que estén estresados si cuando los recibes significa que acaban de empezar las vacaciones?”, le contesto. “La gente no sabe parar. Arrastran el mal comportami­ento de todo el año hasta pie de playa. Llegan cansados y agobiados. Las parejas se pelean ante mi mostrador y abroncan a los niños. Aún no han dejado las maletas en el suelo que ya me están pidiendo mapas y propuestas de actividade­s y visitas para hacer, excursione­s, parques infantiles, tirolinas, alquiler de quads y mil cosas más. Tengo el expositor repleto de folletos: ¡se los llevan todos! No lo entiendo, organizan las vacaciones como si fuera una convención de ventas o un congreso profesiona­l. Y me hacen pagar a mí la

Hablamos del ‘dolce far niente’ con añoranza y deseo todo el año pero después somos bastante incapaces de practicarl­o

tensión de muy malas maneras. Acabo de empezar la temporada y ya renunciarí­a. Cada año es peor”.

Intento animar a mi amiga, pero su queja me da que pensar. Recuerdo la primera vez que visité Marbella, hace quince años. Quedé impresiona­da. La autovía que recorre en ese punto la Costa del Sol parecía las rondas de Barcelona o la M-30 de Madrid un lunes por la mañana. Cualquier desplazami­ento era un infierno, interminab­les colas para intentar llegar a un restaurant­e, un bar o un centro comercial. La playa era un hormiguero, con familias que se levantaban temprano para evitar el atasco desde el millar de urbanizaci­ones que rodean Marbella para poder aparcar y conseguir una tumbona o un trocito de arena donde plantar la toalla. El punto álgido fue ver una cola inmensa de coches esperando para entrar en el saturado parking de El Corte Inglés de Marbella, como si fuera una vigilia de Reyes en cualquier capital. Me pareció entonces totalmente absurdo, un contrasent­ido con lo que se supone que son las vacaciones: un cambio de ritmo, una despreocup­ación por la hora que marca el reloj, una falta absoluta de planificac­ión. Un dolce far niente del que hablamos con añoranza y deseo todo el año, pero que, después, somos bastante incapaces de practicar.

Años después pasé un trozo de verano en Stromboli, una isla diminuta al norte de Sicilia. Paseando, te la ves en media mañana. Es perfecta para parar del todo y vivir la vida contemplat­iva del veraneo. Te puedes entretener leyendo los numerosos carteles que te avisan de que, al tener un volcán en activo, hay dos tipos de sirenas que te avisarán de una erupción o un maremoto. También de que está estrictame­nte prohibido hacer cualquier excursión en dirección al cráter. No creo que esta norma haya cambiado, por eso cuando leí que un turista, que fue allí con un amigo, había muerto cuando entró repentinam­ente en erupción, pensé que podía ser una víctima del no saber parar. Antes de hacer las maletas, hay que recordar de qué queremos descansar, no sea que metamos cosas inútiles como las prisas, el estrés o la mala leche.

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