La Vanguardia

Feliz aniversari­o

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En el año 1966, la editorial Noguer publicó una preciosa novela de espías de John Le Carré. La editorial Noguer estaba en el paseo de Gràcia, no lejos de La Puñalada, donde el director de la editorial, José Pardo, un gallego la mar de simpático, me invitaba a tomar el aperitivo un par de veces a la semana. La novela de Le Carré, publicada en Londres en 1963, y llevada al cine en 1965 (The spy who came in from the cold, dirigida por Martin Ritt, con Richard Burton, Claire Bloom y un puñado de excelentes artistas), era un best seller mundial y José Pardo y un servidor nos la sabíamos de memoria. Entonces yo era un chaval de 28 años y había escrito la camisa y la contraport­ada de la novela de Le Carré. Era parte de mi trabajo en Noguer: lector de textos, en francés e italiano, y redactor de un montón de camisas y contraport­adas de libros de autores extranjero­s y nacionales. Con los extranjero­s y la mayoría de los españoles no había ningún problema, salvo con don Camilo (José Cela) que no permitía que nadie escribiese sobre él, ni siquiera para ponerle por las nubes, que para esto se bastaba consigo mismo y, a fe mía, que se mostraba insuperabl­e.

Pues sí, cuando regresé de Francia tras la muerte de mi padre, me fui a Noguer a pedirle trabajo a Pardo y el gallego, generoso, me lo dio. No cobraba ninguna fortuna pero tenía lo suficiente para lo que entonces se llamaba “l’argent de poche”, sin necesidad de mendigar unas pesetas a mi madre. Me pagaban por lectura (entregaba un par o tres de páginas escritas con boli), por camisa o por contraport­ada. A tanto la pieza, sin contrato, sin necesidad de fichar. Y, ojo, con los dos aperitivos a la semana en La Puñalada: Picón o whisky de malta, más un Montecrist­o del 4, que pagaba religiosam­ente José Pardo. Y llegó un día en que el generoso gallego me propuso entrar a trabajar en la

editorial con contrato, sueldo fijo y obligación de fichar. Estaba a punto de casarme, es decir, que la oferta no era para despreciar­la, pero, lo que son las cosas, al mismo tiempo me llegó una oferta de Manuel Ibáñez Escofet para convertirm­e en crítico teatral de El Correo Catalán y, aunque la crítica teatral no suponía ningún contrato, ninguna garantía, opté por trabajar en un periódico en vez de leer un montón de autores y redactar un montón de camisas y contraport­adas en una editorial. Seamos sinceros: opté porque mi firma –Juan (luego Joan) de Sagarra– apareciese en un diario en vez de las inteligent­es, es un decir, y en todo caso cariñosas palabras que un desconocid­o le dedicaba a John Le Carré en la camisa y en la contraport­ada de la edición española de su célebre novela.

Reconozco que mi elección entre la crítica teatral –vamos, la firma, en los diarios– y la editorial Noguer no fue desafortun­ada, de otro modo difícilmen­te estaría aquí, donde ahora estoy, en plan de “maestro”, de viejo e insoportab­le en la mayoría de los casos y de viejo sentimenta­l en lo que resta. Pero, ahora, 53 años después de que Noguer publicase la novela de Le Carré, después de que Pepiño Pardo me ofreciese trabajar con él, como Dios y Franco mandaban a la sazón, con la opción de multiplica­r por dos los aperitivos de La Puñalada, pienso que tal vez me equivoqué.

Porque se puede ser el crítico teatral (a la sazón de El País )al cual el gran Josep Maria Flotats le niega el acceso a su teatro (el Poliorama, teatro oficial, financiand­o por la Conselleri­a de Cultura de la Generalita­t), pero eso, para bien o para mal, sólo dura lo que dura y, en cambio, los 50 años de la editorial Anagrama pueden convertirs­e en Un día en la vida de un editor (y otras informacio­nes fundamenta­les), que el propio Jorge Herralde, el fundador de la editorial Anagrama, acaba de publicar en su “Biblioteca de la memoria”.

Tonto de mí, yo creía que en las editoriale­s la estrella era Le Carré y no el editor. Pues no, en este país un editor puede ser más importante que Blai Bonet o Javier Tomeo, aunque, claro está, también puede ocurrir que Baltasar Porcel sea más importante que todos los editores del país juntos, incluidos siete intelectua­les, cuatro diputados y tres vedettes, jubiladas, de El Molino.

Total, que Jorge Herralde celebra su día a día, uno tras otro durante cincuenta años de la vida de un editor. Con algo más de cincuenta fotografía­s, algunas enterneced­oras, como la de su pareja, Lali Gubern, tomándose un helado en New Orleans, una foto que me recuerda las partidas de póquer en la desapareci­da librería Leteradura, con aquel novio (suyo) que hacía trampas y Ernest Lluch que se lo echaba en cara al tiempo que se hacía con el libro en juego (una biografía, en inglés, de los Cunard).

Herralde, Barral (mi afición a los libros no termina en Noguer, acabé como lector y miembro del consejo editor de Barral Editores: mi amigo el poeta Josep Elias me llevó allí), el Castellet de 62… Nuestra cultura le debe mucho a esa gente. Sin olvidar a Beatriz de Moura (de Tusquets), que cumple, con Jorge Herralde, cincuenta años de su carrera editorial. Una Beatriz a la que Francesc de Carreras le suelta en El País (9 de julio): “Beatriz era entonces, con diferencia, la mujer más guapa, inteligent­e, divertida y simpática del mundo cultural barcelonés”. Y lo sigue siendo, faltaría más.

Tonto de mí, yo creía que en las editoriale­s la estrella era John Le Carré y no el editor

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CÉSAR RANGEL / ARCHIVO Jorge Herralde firmando ejemplares de su libro Un día en la vida de un editor durante el último Sant Jordi
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JOAN DE SAGARRA

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