La Vanguardia

Al principio, la muerte

- Llàtzer Moix

Picasso se convirtió en Picasso durante los primeros siete años del siglo XX. En ese periodo saltó de los cuadros de tema noctámbulo, coloristas y festivos, con ecos de Toulouse-Lautrec o Degas, a la revolución cubista enraizada en el arte primitivo. Pasando, entremedio, por el periodo azul y por el periodo rosa. Esto es algo bien sabido, pero que ha ilustrado con infrecuent­e detalle la Fundación Beyeler de Basilea en la exposición El joven Picasso. Periodos azul y rosa, clausurada el pasado mes de mayo.

Cuando aterrizó en París, en el otoño de 1900, Picasso se zambulló con su amigo Carlos Casagemas en la vida nocturna, donde halló diversión y motivos para su pintura. Pero, al poco, el suicidio de Casagemas en febrero de 1901 le abocó a un periodo de profunda introspecc­ión. La temática pictórica de Picasso pasó de los cabarets a las alegorías de los grandes temas vitales, entre ellos algunos de los más oscuros, como la soledad, la miseria y la muerte.

El Museo Picasso de París exhibe en su colección permanente La mort de Casagemas, donde vemos al suicida amortajado, con el orificio de bala visible en la sien, ante un fondo rojo iluminado por una vela con halo de tonos vangoghian­os. En la Beyeler se ha exhibido Casagemas en su ataúd, pieza también de 1901, pertenecie­nte a un coleccioni­sta privado,

en la que la paleta cromática casi se reduce ya al azul. El ataúd es de un azul noche; la mortaja, de un blanco azulado; el fondo, de un azul sucio, verdoso. Sólo el amarillo del rostro cadavérico rompe la sinfonía azul. “Fue pensando en que Casagemas había muerto que empecé a pintar en azul”, diría después Picasso.

La pintura azul de Picasso está poblada de seres famélicos, tristes, fracasados. En la época, el pintor visitaba la prisión de mujeres de Saint Lazare en busca de modelos muy baqueteada­s por la vida. Durante cuatro años, ese fue su ámbito estilístic­o, pese al escaso éxito que le reportaba. Después, hacia 1905, las visitas al circo Medrano despertaro­n el interés de Picasso por acróbatas y arlequines: el rosa, más luminoso, fue ganando terreno en sus lienzos. Y, a continuaci­ón, el descubrimi­ento del arte ibérico, africano u oceánico le llevaría a Les demoiselle­s de Avignon, antesala y pieza fundaciona­l del cubismo, en unos años de constante reinvenció­n.

Hasta su fallecimie­nto en 1973, Picasso fue dando sucesivos giros a su pintura, que en el decenio de los 20 era de inspiració­n neoclásica, y en su ocaso fue esquemátic­a y agitada como la de un niño. Pero fue en los años azules, marcados por la reflexión sobre la muerte, cuando casi todo empezó. Como si no le fuera posible vivir su arte plenamente sin antes ser consciente de la muerte. Como si antes de convertirs­e en el artista mayor del siglo XX hubiera tenido que descubrir que había vida después de la muerte, y que estaba en esta. También en eso Picasso fue excepciona­l.

La introspecc­ión del periodo azul permitió a Picasso descubrir la vida después de la muerte

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