La Vanguardia

Cuestión de negocios

- LA COMEDIA HUMANA John Carlin

Tras de la imagen caricature­sca de Boris Johnson hay una estrategia calculada por un hombre culto e inteligent­e cuyo fin es alcanzar el poder, tal como nos explica John Carlin: “Johnson es lo suficiente­mente inteligent­e como para saber que es imposible salir de la Unión Europea sin pagar un precio económico alto, posiblemen­te catastrófi­co. Pero, con el objetivo único de llegar a ser primer ministro, ha prometido mil veces que habrá Brexit”.

Entrevisté a Boris Johnson en el 2012 cuando era alcalde de Londres y la primera pregunta que le hice arrancó así: “Como escribió Jorge Luis Borges...”. No me dejó terminar. Me interrumpi­ó y, sonriendo, dijo: “Toward the South, the sky took on the rose color of a leopard’s gums”. Era una cita de un cuento de Borges, la traducción al inglés de “hacia el sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos”.

Donald Trump dice que Johnson es el Trump inglés. No exactament­e. O, mejor dicho, hasta cierto punto. Nadie puede acusar al flamante primer ministro tory de ser una persona inculta. Johnson almacena en su memoria citas de autores latinoamer­icanos (no tenía ni idea de la pregunta que le iba a hacer), entiende el latín y el griego antiguo, ha escrito libros sobre el imperio romano, Winston Churchill y la historia de Londres. Y es divertido. Da la impresión, como es habitual en la clase alta inglesa, de no tomarse nada en serio. Sus columnas en los diarios desde que empezó en el periodismo en los años ochenta son deliciosam­ente legibles, siempre que a uno no le moleste demasiado el poco respeto que demuestra por la verdad, siempre que uno no quiera entender que lo único que él toma en serio es su propia ambición.

Johnson sin maquillaje, sin el payasesco disfraz con el que ha construido su personaje público, es un cínico, un mentiroso compulsivo, un ególatra sin principio alguno, que cuando era pequeño decía que quería ser “world king”, rey del mundo, y hoy ha logrado el más modesto pero nada desdeñable sueño de ser primer ministro del Reino Unido. Trump no se equivoca del todo. Johnson es su hermano menor inteligent­e. Casi igual de amoral, comparte con él la insegurida­d competitiv­a del fanfarrón.

Tardé tiempo en ver a Johnson por lo que es. Antes de conocerle me había deslumbrad­o con su entretenid­o libro sobre la Roma imperial. Su aire de genio desmadrado me hacía reír cuando lo veía en televisión. Y exploté a carcajadas durante la entrevista que le hice cuando me contó las dos virtudes que necesitaba un extranjero para convertirs­e automática­mente en londinense: aprender “el protocolo” para viajar en el metro y adoptar “la falsa modestia” de los nativos.

Empecé a dudar de Johnson un par de años después, cuando amigos periodista­s que habían trabajado con él me aseguraron que la cómica superficie escondía una mala persona. Las dudas se confirmaro­n cuando se pronunció a favor de la causa que sigue abanderand­o hoy y que decidirá el éxito o el fracaso de su etapa en el 10 de Downing Street, el Brexit. No lo digo porque discrepe de

él. Uno puede ser brexiter y un excelente ser humano a la vez. El problema es que Johnson no es ni una cosa ni la otra. Le da exactament­e lo mismo que su país siga dentro de la Unión Europea o no.

Hombre por naturaleza cosmopolit­a, francohabl­ante y amante de la cultura mediterrán­ea, Johnson optó por proyectars­e como un nacionalis­ta inglés no por convicción, sino porque juzgó que era la jugada indicada para acabar siendo primer ministro.

Lo demuestra la siguiente secuencia de acontecimi­entos el fin de semana del 20 y 21 de febrero del 2016, a cuatro meses del referéndum sobre el Brexit. El sábado, Johnson envió un mensaje de texto al entonces primer ministro, su correligio­nario conservado­r David Cameron, informándo­le de que iba a rebelarse contra el gobierno y a pronunciar­se a favor de salir de la UE. Unas horas después, Johnson le mandó otro mensaje: se lo estaba pensando un poco más y podría cambiar de opinión. Al mismo tiempo, se puso a escribir dos columnas para The Daily Telegraph, una a favor del Brexit y otra, argumentad­a con igual convicción, en contra. El domingo por la noche se decidió. Mandó un mensaje a Cameron diciendo que optaba por decir “good bye” a Europa y pidió al Telegraph que se publicara la columna a favor del adiós.

Un dato tan curioso como revelador: Johnson reconoció en ese mensaje final a Cameron que creía que la opción del Brexit iba a ser “aplastada” en el referéndum. Lo cual no impidió que se lanzara a hacer campaña a favor del Brexit con el caótico brío que define la marca Boris. Recorrió Inglaterra contando una mentira tras otra y declarando que el día que el Reino Unido saliese de la UE sería “¡el día de la independen­cia!”. Fue un show. No se creyó ni una palabra. Y la prueba de ello fue la cara que puso en su primera aparición pública la mañana después del referéndum. El Brexit había ganado, pero parecía que le acababan de informar de la muerte de su madre.

Resultó que el tiro le había salido por la culata. Su plan, el cálculo que había hecho aquel confuso fin de semana de febrero, era que la mayoría tory que deseaba cortar con Europa sufriría la decepción de la derrota y él –tan afable y divertido– sería el único político capaz de cicatrizar las heridas. Cameron, que ya tenía los días contados, se iría, y él asumiría su lugar. Johnson no sólo sería un líder de unidad nacional, como su ídolo Churchill, sino que gobernaría con la tranquilid­ad de saber que no iba a tener que gestionar la misión imposible de un Brexit sin lágrimas.

La agridulce realidad para Johnson es que el premio por el que ha suspirado toda su vida es hoy una corona de espinas. La primera ministra que reemplaza, Theresa May, no pudo resolver el lío que el mismo Johnson propició cuando tomó la decisión de sumar su carisma a la causa del Brexit. Johnson es lo suficiente­mente inteligent­e como para saber que es imposible salir de la Unión Europea sin pagar un precio económico alto, posiblemen­te catastrófi­co. Pero, con el objetivo único de llegar a ser primer ministro, ha prometido mil veces que habrá Brexit. Con lo cual, ya no hay vuelta atrás. O quizá, Johnson siendo Johnson, sí la haya...

Ya que no cree en nada salvo su propia gloria, con Johnson todo es posible. Puede que el Reino Unido salga disparado de la Unión Europea el 31 de octubre, puede que Johnson opte por alargar la cuestión durante años; puede que convoque unas elecciones generales la semana que viene, puede que anuncie un segundo referéndum; puede también que él pierda el control de su partido y que no dure como primer ministro ni tres meses. Todo el mundo está haciendo sus pronóstico­s, pero el problema es que con un personaje como Johnson puede pasar cualquier cosa. Lo único que sabemos con certeza es que otro cretino más ha llegado al poder en Occidente.

Hombre por naturaleza cosmopolit­a y amante de la cultura mediterrán­ea, Johnson optó por proyectars­e como un nacionalis­ta inglés no por convicción, sino para llegar a ser primer ministro

La agridulce realidad para Johnson es que el premio por el que ha suspirado toda su vida es hoy una corona de espinas: sabe que es imposible salir de la UE sin pagar un alto precio económico

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ORIOL MALET
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