La Vanguardia

MODA ITALIANA, NEGOCIO CHINO

Prato fue el puntal de la industria textil toscana. Ahora la domina su poderosa comunidad china, una de las mayores de Europa

- ANNA BUJ Prato. Correspons­al

El ne ocio textil ela industri sa Prato nla osca italiana, hace tiempo está controlado por la pujante comunidad china.

Reside en Italia desde hace dieciséis años, pero no sabe quién es Matteo Salvini. Se sonroja y se encoje de hombros al preguntarl­e por el alcalde de su localidad, en el puesto desde hace cinco años, que tampoco conoce. Habla italiano a trompicone­s –hizo un cursillo de dos meses en una escuela–, pero sus siete empleados sólo entienden la traducción de los platos del menú (“ravioli” para los llamados dumplings, “spaghetti” para los fideos). Ni una palabra más. Hong Xue Min, propietari­a del restaurant­e Ravioli Liu, es una de las caras más conocidas de las calles circundant­es a la Via Pistoiese de Prato, el corazón de la pequeña China de la Toscana.

“China, China”, repite Hong Xue Min sobre la nación de la que se siente. Querría regresar, pero tiene un hijo de once años. “Cuando termine la escuela. Allí es mejor”.

Hong Xue Min es una de las entre 35.000 y 40.000 almas que forman una de las mayores comunidade­s chinas de Europa. Empezaron a llegar a Prato, un municipio industrial en los alrededore­s de Florencia, a finales de los años ochenta. La mayoría venían del área de Wenzhou, al sur de Shanghái. Mientras Florencia es conocida alrededor del mundo por la peletería, Prato era el puntal italiano de la producción textil. Los chinos encontraro­n aquí una estructura de casas taller perfecta para establecer­se. Y lo hicieron a gran escala. Las cifras oficiales hablan de 19.000 personas nacidas en China que viven en Prato, pero la Fiscalía calcula que hay al menos 15.000 más en situación irregular. En una ciudad de 200.000 habitantes, es un gran peso.

La adaptación al tejido industrial fue progresiva. Al principio fundaron pequeños negocios textiles en garajes, donde también vivían, sin que nadie objetase nada. Poco a poco fueron haciéndose con sus propios establecim­ientos. El esqueleto ya estaba formado: los italianos trabajaban en la planta baja, y hacían vida en la superior. No tuvieron prácticame­nte que cambiar nada. Cuando la globalizac­ión empezó a hacer estragos en la producción textil italiana, mucho más afectada por Pekín que por la comunidad china en Prato, la ropa de bajo coste china, que aquí se llama pronto moda, sí podía competir. La excelencia de la firma del Made in Italy ahora también son ellos.

“Nosotros estamos especializ­ados en el punto”, cuenta Teresa Lin, una joven de 24 años. Estudió en Estados Unidos, y ahora ayuda a sus padres en la empresa familiar donde diseñan, encargan y venden ropa a toda Europa. “Sólo tenemos un cliente en cada zona. Así no nos hacemos competenci­a entre nosotros, y los precios no bajan”, explica en la sala donde trabaja, la única con aire acondicion­ado, una bonita habitación que parece el escaparate de una tienda. Hay cientos de jerséis de todos los colores. Para abaratar los costes, los hacen fabricar en blanco o gris, y luego imprimen el color. Si es necesario pueden tener un jersey listo en un sólo día. Corre en la entrevista porque no puede perder tiempo, y se ríe al decir que ellos no necesitan, como sus empleados italianos, descansar los fines de semana. “Yo cuando me concentro mejor es los sábados, sin el alboroto del día a día”.

Teresa Lin –la nueva generación ya tiene nombres italianos– no había pensado en la política hasta que le convenció un amigo. Pero entonces se dio cuenta de que era necesario dar voz a una comunidad a veces demasiado ensimismad­a, así que desde hace muy poco es también una de los dos primeros concejales de origen chino en el Ayuntamien­to de Prato. “Nos tienen como una comunidad cerrada. La gente piensa, por ejemplo, que sólo trabajamos con nuestros nacionales y no nos abrimos a los italianos. Esto era verdad antes, pero ahora ha habido un cambio. Durante la campaña hemos visitado muchas empresas y también hay trabajador­es italianos y extranjero­s”, asegura.

La sensación al pasear por Via Pistoiese es totalmente contraria. Aquí el italiano es prescindib­le. Supermerca­dos con productos chinos, restaurant­es chinos, peluquería­s chinas, agencias de viajes chinas, bufetes de abogados chinos, salones de bodas chinos. Todo en chino, sin empleados que conozcan

la lengua del país. “El migrante chino tiene una particular­idad”, razona el profesor de Sociología de la universida­d de Florencia Stefano Becucci. “No se ofrece como trabajador doméstico ni para cuidar ancianos, sino que tiene el objetivo de fundar su propia empresa y convertirs­e en un pequeño patrón”.

El principal punto de encuentro con los italianos es la escuela, por lo que las nuevas generacion­es, como Lin, han dado pasos de gigante. Ella recuerda como después de la escuela italiana, los fines de semana, acudía a la china. Se alegra de haberlo hecho, porque cuando se llega una cierta edad, dice, “buscas tu propia identidad”. Alguna amiga ha intentado volver a China, pero no se ha adaptado. Todos siguen en Prato. El impacto de los nuevos hijos del

Made in Italy también resonó en el tejido comercial. A finales del 2018, 6.027 de las 28.000 empresas registrada­s en la Cámara de Comercio de Prato eran de titularida­d china. La mitad son del ramo textil. Mientras en los noventa había unas 8.000 empresas italianas en este sector en Prato, ahora apenas superan las 2.000. “Muchos dicen que ha habido un efecto de sustitució­n, pero no es verdad, porque son sectores diferentes. Antes de su llegada no existía el sector de la moda rápida”, mantiene el responsabl­e de la oficina de estudios de la Cámara, Dario Caserta. “Sin embargo, una presencia así de importante en un sistema económico sí que crea formas de distorsión de mercado. Y se nota”.

Las empresas italianas afectadas se quejan de que los chinos evaden impuestos y no respetan las exigencias de seguridad, algo que en muchas ocasiones ha sido verdad. La gota que colmó el vaso fue un gran incendio en un taller clandestin­o en el 2013, que mató a siete personas y expuso las condicione­s deplorable­s que sufren algunos de estos nuevos toscanos. Desde entonces, parece haberse creado una conciencia, explica el alcalde de Prato, Matteo Biffoni. Si cuando llegó a la oficina en el 2014 firmaba dos o tres incautacio­nes de talleres que no cumplían las normas de seguridad a la semana, ahora sólo le llegan una o dos al mes. En cinco años han hecho 9.000 controles. Lo más habitual son instalacio­nes eléctricas ilegales, extintores en mal estado o falta de salidas de emergencia. Las multas oscilan desde la incautació­n temporal del taller hasta 60.000 euros.

En un país con tantas tensiones migratoria­s, la convivenci­a es aparenteme­nte buena. Los vecinos comentan que no hay problemas, porque hacen vidas separadas, pero es inevitable que entre dos culturas tan diversas hayan algunos choques. Antonio Cambi, un cartero jubilado de 62 años, lo ha visto todo. “Era imposible, imposible, entregar una carta certificad­a”. Denuncia que en los interfonos de los edificios del ya conocido como Chinatown ponen solo un nombre, y luego viven una decena de personas. En los buzones el 90% de los apellidos son chinos. “Y fíjate en las detencione­s”. La policía hace redadas de vez en cuando, y aunque los jueces no se atreven a hablar de mafia, existe un tipo de criminalid­ad organizada entorno a la prostituci­ón o el tráfico de drogas. Cambi tiene un primo que vive en uno de estos bloques. Se querría marchar, pero no puede. Nadie quiere comprar su apartament­o. “Las casas que compramos hace veinte años ya no valen nada”, suspira al lado de un gran Mercedes descapotab­le. Pertenece a uno de los miembros de esta nueva burguesía toscana. “Los italianos de aquí ya no podemos permitirno­s estos coches”, lamenta el antiguo cartero. La excelencia del Made in Italy en Prato ha cambiado de manos.

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En Prato, una ciudad en la periferia de Florencia de 200.000 habitantes, viven cerca de 40.000 personas de origen chino. Gestionan más de 6.000 empresas.
GABRIEL BOUYS / AFP Una enorme estructura textil. En Prato, una ciudad en la periferia de Florencia de 200.000 habitantes, viven cerca de 40.000 personas de origen chino. Gestionan más de 6.000 empresas.
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MARCO BULGARELLI / GETTY
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MARCO BULGARELLI / GETTY

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