La Vanguardia

Un cuento de verano

- Llucia Ramis

Había una vez una isla que flotaba en el Mediterrán­eo. El dios Poseidón la había atado al fondo del mar con una planta que se extendía por todo el litoral, llamada posidonia. Era una especie endémica, que no se encontraba en ningún otro lugar del mundo. Crecía en praderas donde vivían más de mil animales. Era el pulmón del mar. Hacía que las aguas estuvieran limpias y transparen­tes, de tantas tonalidade­s verdes y azules que no existían en el vocabulari­o. Al mantener inmóvil el sedimento, los rizomas de la posidonia hacían de raíces de la isla. La posidonia era casi tan longeva como el propio dios Poseidón. Era el ser más longevo de los mortales. Su edad se estimaba en cien mil años.

Gracias a la transparen­cia marina que conseguía, en aquella isla, como en las que tenía cerca, brillaba la luz más bonita del planeta. Tan cálida y deslumbran­te, que enamoraba a todo aquel que tuviera una pizca de sensibilid­ad. Pero por si la belleza no era atractivo suficiente, hubo quien inventó otro tipo de atraccione­s y así hacerla rentable. Esas atraccione­s no estaban creadas por ninguna divinidad, sino por la avaricia de los humanos,

La posidonia era casi tan longeva como el propio dios Poseidón; era el ser más longevo de los mortales

que venden muy barato lo que en realidad no tiene precio, porque es incalculab­le.

Cada verano, el mundo entero pisoteaba la isla. Llegaban en grandes buques que removían los sedimentos de la costa, sus vertidos enturbiaba­n el mar. Al no ver el sol, la posidonia se ahogaba. Otros corrían en motos de agua, que mataban a las tortugas, que ya no se podían comer a las medusas, que llenaban las playas, para disgusto de los veraneante­s, que se quejaban. Las tortugas también se ahogaban al meter la cabeza en los aros de plástico con los que se atan los packs de seis latas de cerveza. Dentro de treinta años, en el mar habrá más plástico que peces.

Los yates fondeaban sobre las praderas de posidonia, ignorando que es esencial para la biodiversi­dad del Mediterrán­eo. Pero nada de lo que ocurra en el mar merece ningún respeto desde tierra. Ni siquiera cuando son personas las que mueren al intentar huir de hambrunas y guerras. Si algún día muriera Poseidón, nadie se daría cuenta. No sería despedido con grandes honores, como correspond­e. Y él lo sabe. También sabe que no está entre los mortales.

Las anclas de los yates arrancaron esas raíces con las que la isla se mantenía en su sitio. Y ahora la isla va a la deriva. No sabe ni dónde está. Ha olvidado quién es, perdida, ha perdido sus raíces. Los que la pisotean sólo en verano ven los restos de posidonia arrancada, que la marea ha dejado sobre la arena y las rocas, y exclaman: “Qué asco”.

Ya sé que en verano uno espera cuentos más alegres. Pero la diversión y despreocup­ación estivales no todo lo justifican. Esta isla y la posidonia seguirán aquí todo el año. Ojalá fuera por muchos, pero la inconscien­cia, tan extendida, hace presagiar lo contrario.

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