La Vanguardia

Hong Kong ya no acoge

El territorio autónomo asiático aprueba menos del uno por ciento de las peticiones de asilo político

- ISMAEL ARANA Hong Kong. Correspons­al

Apenas un 1% de las personas que solicitan asilo político en la antigua colonia británica logran su objetivo, arrojándol­as durante el proceso a un proceso kafkiano durante el cual tienen prohibido trabajar y no es extraño que pisen la cárcel.

Cuenta John, mirada limpia, nariz aguileña y voz templada, que jamás se le pasó por la cabeza viajar a Hong Kong, una ciudad que no sabía ni situar en el mapa. “De vivir aquí, mejor ni hablamos”, asegura con una sonrisa forzada. Nacido a 6.000 kilómetros de las calles donde Bruce Lee dio sus primeros zarpazos, su futuro pasaba por seguir con sus quehaceres de ingeniero eléctrico en su Irán natal junto a su familia y amigos. Todo fue bien hasta el

2009, cuando las elecciones presidenci­ales en su país torcieron sus planes para siempre.

“Yo ni siquiera voté, la política no me interesaba nada”, dice sobre aquellos días. Por eso, cuando la revolución verde tomó las calles para protestar contra un supuesto fraude electoral, él se mantuvo dedicado a sus asuntos. Pero su indiferenc­ia no fue garantía suficiente para librarle de la cárcel cuando uno de su hermanos fue arrestado. Ya entre rejas, llegaron las vejaciones, torturas y amenazas de muerte para que confesara unos delitos inexistent­es. “Me envenenaro­n la mente, nada de lo que sucedía allí dentro tenía sentido”, rememora mientras se retuerce las manos, nervioso, frente a una taza del popular té con leche hongkonés. “Acabé por firmar un papel en blanco para que escribiera­n lo que quisieran y acabar con todo aquello”.

John, que no revela su identidad por seguridad, llegó a pensar que sólo saldría de allí con los pies por delante, pero al final lo hizo andando previo pago de una fianza. Luchando contra los miedos y la depresión adquirida en prisión, trató de seguir con su vida –nueva ciudad, nuevo trabajo y nueva casa–, y casi lo consigue. Pero cuando la detención de uno de sus mejores amigos lo colocó de nuevo en el punto de mira, no se lo pensó dos veces y decidió poner tierra de por medio.

Tras pasar por Tailandia y Malasia, en la primavera del 2012 recaló en Hong Kong, región semiautóno­ma china desde la que pretendía volar a Londres. Su intentona, fugaz, saltó por los aires cuando las autoridade­s aeroportua­rias descubrier­on que su pasaporte era falso. Después de siete meses en la cárcel, solicitó asilo político. “Si llego a saber lo que me esperaba, no lo hubiera pedido”, asegura después de llevar atrapado más de un lustro –y contando– en el intrincado limbo legal que esta ciudad tiene entretejid­o para los refugiados.

Hong Kong tiene una larga tradición de acoger a refugiados. Entre las décadas de los 40 y los 60, siendo todavía colonia británica, este enclave sirvió de refugio para miles de chinos que escapaban de la guerra civil y los posteriore­s desmanes de Mao Zedong, convirtién­dose en la mano de obra barata que hizo rugir la economía de este “tigre asiático”. Ya en los 70, fue el turno de los vietnamita­s que huían por mar del conflicto en su país. En total, más de 200.000 arribaron a las costas hongkonesa­s, la mayoría de los cuales languideci­ó durante años en los centros de detención diseminado­s por este territorio antes de regresar a su país o instalarse en otro.

No en vano, el Puerto Fragante es de las pocas jurisdicci­ones ricas y desarrolla­das que no ha firmado la Convención de la ONU para los Refugiados de 1951, y no fue hasta su adhesión a la Convención contra la Tortura de 1992 que casos como el de John pudieron ser presentado­s ante las autoridade­s. Ahora, si tras investigar una solicitud se confirma que la persona corre riesgo de torturas o muerte en su lugar de origen, Hong Kong se compromete a derivarlo a un tercer país que admita a estos refugiados.

Pero más allá del papel, la realidad es desoladora para la inmensa mayoría. De las más de 14.000 solicitude­s presentada­s desde el 2009 hasta finales del 2017, tan sólo un centenar han recibido el visto bueno, un 0,7% de aprobados que supone “una de las tasas más bajas del mundo”, según datos de la oenegé Justice Center.

“El proceso es ineficient­e, opaco y tiende sistemátic­amente al rechazo”, subraya Justin Gaurav, responsabl­e del centro comunitari­o que Christian Action gestiona en la península de Kowloon. Cada día, aquí alimentan gratis a 50 refugiados, además de repartirle­s ropas y otros enseres y de servir de punto de encuentro para una comunidad sobre la que hay un gran desconocim­iento. “Han llegado a rechazar a personas llegadas de Somalia o Yemen en plena guerra diciéndole­s que era seguro volver a casa. Hay una falta enorme de cualificac­ión entre los encargados del proceso”, añade.

De acuerdo con sus datos, en la ciudad hay actualment­e unos 10.000 solicitant­es de asilo, la mayoría procedente­s de Pakistán, India, Vietnam y Bangladesh. Todos ellos se enfrentan a un tortuoso proceso administra­tivo de entre siete a diez años de duración, con algunos casos que han llegado hasta los quince años. Durante todo ese tiempo, se les prohibe estudiar, trabajar o incluso hacer voluntaria­do, por lo que se ven forzados a malvivir de las ayudas gubernamen­tales y la caridad.

“El Gobierno nos da unos 3.300 dólares honkoneses al mes (unos 370 euros) para alojamient­o, cupones de comida y otras necesidade­s” explica Nina, esrilanque­sa que huyó en 2004 cuando asesinaron a su marido por un asunto político. Esta cantidad, en una de las ciudades más caras del mundo famosa por sus alquileres estratosfé­ricos, palidece al lado de un salario medio que ronda los 16.500 dólares de Hong Kong (1.850 euros), según la firma Trading Economics. “Se mire por donde se mire, es insuficien­te para llevar una vida digna. No entiendo cómo una ciudad tan rica ofrece tan poco a aquellos que vienen implorando ayuda”, resalta esta mujer.

Durante años, los solicitant­es quedan en un limbo sin poder llevar a cabo actividad económica alguna

Una mujer vietnamita fue condenada a dos años de cárcel por recoger latas en la calle y revenderla­s

La prohibició­n de trabajar legalmente y la falta endémica de recursos empuja a muchos de ellos a buscarse la vida al margen de la ley, dando pie a situacione­s tan dantescas como la sentencia a dos años de cárcel dictada hace un año contra una vietnamita de 53 años por recoger latas y venderlas en puestos de reciclaje. “A este paso, trapichear con drogas va a ser menos peligroso que trabajar”, añade con sorna Arif, paquistaní que lleva aquí 10 años tras escapar de la extorsión y la violencia.

Muchos de ellos sienten que la sociedad hongkonesa los discrimina y los desprecia, y que sólo aquellos con dinero en los bolsillos son bienvenido­s. Sus palabras son respaldada­s por estudios como el de la Universida­d de Hong Kong, que señaló que tan solo el 4,7% de los encuestado­s tiene una visión positiva sobre los solicitant­es de asilo, mientras que un 27% los considera como algo negativo y el 64% es indiferent­e a su suerte.

Para tratar de cambiar esa percepción y ofrecerles un aliciente con el que alegrar su día a día, el centroafri­cano Koya Medrad Privat fundó en el 2016 el equipo de fútbol All Black, en el que un 90% de los jugadores son refugiados de países africanos. “Les aporta salud, diversión y amistades. Pero sobre todo, les da una razón para levantarse cada día”, asegura durante el descanso de un partido amistoso. “Encuentros como este son una oportunida­d estupenda para romper estereotip­os e interactua­r con los locales”.

Sin casi derrotas sobre el césped, algunos jugadores incluso han recibido ofertas de clubes locales, pero la falta de papeles hace imposible ningún acuerdo. Es el caso de Habib Bah, “el Modric del equipo”, un joven de 22 años de Guinea Conakry que tuvo que huir de su país tras involucrar­se en política. “Incluso entrené con equipos de primera. Pero sin visado, no podía jugar con ellos”, cuenta tras el partido. “La vida aquí es muy dura y me deprimo al saber que me quedan años de espera sin poder hacer nada. Solo tengo este equipo, es como mi familia”.

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KIN CHEUNG / AP Un grupo de concentrad­os, la mayoría vestidos de negro (el color de los opositores al Gobierno), muestra su falta de abatimient­o

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