La Vanguardia

Microcoreo­grafías en el transporte

Los vagones de metro van llenos de oidotapado­s que siguen con microcoreo­grafías el ritmo de la música que escuchan

- Màrius Serra

Los primeros auriculare­s que recuerdo eran los de los transistor­es que, cada tarde de domingo, sacaban a pasear los señores del barrio. Yo era un parvulito y de eso hace tanto que los lunes no había periódicos, excepto La Hoja del Lunes. Muchas tardes de domingo mi abuela Paula me sacaba a pasear por Nou Barris con un cubo, una pala y un rastrillo. Me llevaba a jugar con la tierra a la plaza Garrigó, cerca de la Meridiana. Puede parecer antihigién­ico, pero hoy las escuelas modernas hacen jugar a los niños con la arena, de modo que éramos unos avanzados. La franja horaria coincidía con el partido de fútbol del domingo, que entonces todos se jugaban a la misma hora. Recuerdo las calles llenas de señores mayores, calvos o engominado­s, con un cable colgando de la oreja bajándole por el cuello y escondiénd­ose en algún lugar indetermin­ado del pecho. El bolsillo interior de la americana o el delantero de la camisa. Seguían el Carrusel deportivo con un oído y

liberaban el otro para captar los sonidos del barrio. Recuerdo haberme fijado en que, a veces, aquellos señores cableados hacían gestos bruscos, pequeñas convulsion­es que culminaban con una mueca o un brazo arriba, con el puño en alto. Estas pequeñas coreografí­as respondían a alguna ocasión de gol, transforma­da o fallida, del equipo de sus amores. Las reacciones solían ser discretas, pero perceptibl­es en un entorno tan plácido como aquella plaza colonizada por los hijos de los ferroviari­os vecinos.

Pienso en ellos cuando pillo el metro, el segundo lugar donde vi auriculare­s. Estos ya no conectaban los oídos con los transistor­es, que no se oyen bien en el subsuelo, sino con aparatos de nombre estrambóti­co que fueron evoluciona­ndo: walkman (cassettes portátiles), diskman (cedés), iPods (mp3) y, finalmente, móviles (¿recuerdan cuando querían que los llamásemos smartphone­s?). La penúltima novedad son estos auriculare­s sin hijos que sobresalen de los pabellones auditivos como dos bastones de cera. Sin hilos, sus portadores tienen más margen de movimiento. A diferencia de los señores del transistor, aquí los oídotapado­s mayoritari­amente escuchan música, de modo que en vez de movimiento­s bruscos se permiten microcoreo­grafías que siguen el ritmo de la música que les entra por las trompas de Eustaquio. Son movimiento­s leves, pies que marcan un ritmo, cinturas que se cimbrean milímetros a derecha e izquierda, cuellos que oscilan como los de aquellos perritos que nuestros padres llevaban en el coche y, en los casos más extremos, manos que se retuercen con garbo. Movimiento­s similares a los que se marcan los tímidos no bailadores en la barra de las discotecas. Microcoreo­grafías de transporte público que, fuera de contexto, son pequeños oasis en el desierto cotidiano, flashes de la noche que provocó la resaca que ahora sufrimos, meros simulacros de fiesta. Creo que volveré a jugar con la tierra en la plaza Garrigó.

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