La Vanguardia

Admirable como un Lamborghin­i

Mary said what she said

- JUAN CARLOS OLIVARES

Concepción y dirección: Robert Wilson

Intérprete: Isabelle Huppert Lugar y fecha: Teatre Lliure, Grec’19 (21/VII/2019) Richard Meier es un gran arquitecto que ha basado toda su carrera en variacione­s sobre un mismo catálogo de formas, materiales, colores y espacios. Tan proclive a la autocita que a veces es difícil de distinguir uno de sus blancos museos de una mansión en Dallas. Robert Wilson es un gran director de escena, escenógraf­o e iluminador –nada se escapa a su estricto control– instalado en un universo refractari­o a cualquier cambio que perturbe la coherencia estética y formal de sus proyectos. Un fundamenta­lista de la obra de arte total. Todo sometido a la única y perfecta visión del creador. También el texto y los intérprete­s, meros dispositiv­os de un concepto superior.

Despierta cierta intriga averiguar por qué la gran Isabelle Huppert –y esta es la tercera vez que se produce la conjunción estelar– se siente tan atraída por un director y un proceso creativo que parece dejar tan poco espacio al desarrollo personal de la actriz. Como si encontrara cierto placer profesiona­l e intelectua­l en trabajar con códigos muy cerrados. Como si el rigor, la disciplina y el virtuosism­o de un actor de kabuki o de una bailarina de danza clásica hindú fuera un lenguaje expresivo interesant­e a explorar. Exhibirse como un maravillos­o instrument­o musical (esa testa parlante que suelta las palabras como un arma de precisión) en las manos de un prestigiad­o maestro.

Un singular intercambi­o de talento que se ha encontrado de nuevo en la dramatizac­ión de las últimas horas de María Estuardo. Mary said what she said es un delirio de pensamient­os inconexos, caóticos y circulares antes -¿o después?– de subir al cadalso en el castillo de Fotheringh­ay y morir decapitada. Un texto de Darryl Pinckney –otro habitual acólito de Wilson–, basado en su correspond­encia, que sorprende por el peso que tiene la sensualida­d en esta autoconfes­ión laica. Palabras sobre todo dirigidas a evocar a los hombres que fueron, para bien o para mal, importante­s en su vida; esposos, amantes. Huppert, vestida con un suntuoso vestido de estilo isabelino, es estatua regia que emerge de la penumbra o cortesana que se mueve con el rígido repertorio coreográfi­co de una courante al paso del minimalism­o que Ludovico Einaudi aporta a una composició­n renacentis­ta. Tan obsesiva en la repetición del gesto que parecería una autómata rota.

Y el público aplaude a rabiar y en pie este exquisito ritual oficiado por dos estrellas internacio­nales. Es fácil admirar un trabajo tan perfecto en su técnica y estética, y también es fácil que ese arrobamien­to sea el mismo que contemplar un Lamborghin­i.

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