La Vanguardia

Tres razones para una masacre

- JOSÉ R. UBIETO

En una semana, tres hombres, dos de ellos jóvenes de apenas 20 años (del último todavía no sabemos los detalles), han protagoniz­ado tiroteos masivos con más de 30 muertos y otros tantos heridos, entre ellos niños. ¿Cómo entender semejante sinsentido? Como suele ocurrir en todo fenómeno –y este es ya un síntoma social muy ruidoso en EE.UU., donde en lo que llevamos de año ha habido ya 36 tiroteos masivos–, no hay una causa única, sino la conjunción de varias. Al menos hacen falta tres: un móvil que lo justifique (para el agresor), unos medios para ejecutarlo y un consentimi­ento personal y decidido para realizarlo. Todas son necesarias, pero ninguna es suficiente por sí sola.

El móvil, según se ha sabido por los testimonio­s de los asesinos, era racista: “Este ataque es una respuesta a la invasión hispana de

Texas. Ellos [los inmigrante­s] son los instigador­es, no yo”. Son las razones de Patrick Crusius, autor de la matanza de El Paso, en un manifiesto que colgó en internet titulado La verdad incómoda .Lo inicia con elogios al asesinato en masa de musulmanes en dos mezquitas en Nueva Zelanda (Christchur­ch) y advierte que la llegada de inmigrante­s transforma­rá Texas, tradiciona­lmente republican­o, “en un bastión demócrata”, sin ahorrar críticas a los medios “infames por las noticias falsas”. Coincide de lleno con las tesis del autor del tiroteo en Gilroy, Santino Legan. Christchur­ch se ha convertido en un grito de guerra para los extremista­s de todo el mundo, alentado por las proclamas y los discursos del odio de Trump, cuyo lema “depórtalos”, ampliament­e coreado en sus mítines, forma parte de los escritos de Crusius y Legan.

“Salvar a nuestro país al borde de la destrucció­n” (Crusius) deviene para muchos de ellos una “misión”. Eso implica segregar por cualquier medio a grandes grupos de inmigrante­s que se hacen depositari­os de ese odio que ahora es jaleado y autorizado por el líder de la nación. Una confirmaci­ón del poder de las palabras y de cómo la lengua ordena y dirige nuestras vidas. Incitar al odio, como hacen ya sin pudor muchos políticos, no está resultando gratis. Primero son los inmigrante­s, pero luego hay otra diana a la que ya se han dirigido varias flechas: las mujeres, las desafiante­s como las congresist­as norteameri­canas o las tenaces como la joven Greta Thunberg. Saben que ese deseo de cambio que abanderan no se domina fácilmente y, por eso, el insulto y la injuria son sus armas para fijarlas a esa palabra despectiva, para reducirlas a ese desecho con el que las nombran.

La segunda causa es archisabid­a: la cultura bélica de EE.UU. está profundame­nte enraizada en el país de la autodefens­a, cuya epopeya de conquista puso a cada uno en el brete de “matar o morir” ante lo hostil.

La tercera es particular, cada uno consiente al acto en base a su propia decisión y a las marcas de su historia. Crusius, como tantos otros antes, era un solitario que siempre se sentaba solo en el autobús de camino a la escuela. Legan era “uno del montón”, según una conocida, alguien irrelevant­e, a la sombra de su hermano campeón de boxeo y de una familia atlética. Un joven demasiado discreto que alimentaba sus pasiones destructiv­as en las redes sociales. Consentir al acto violento es una respuesta que encuentran, no tanto por un convencimi­ento racional de su discurso racista sino como una salida a un impasse subjetivo. Crusius comenta en su perfil de LinkedIn: “No estoy realmente motivado para hacer nada más de lo necesario para sobrevivir”, y Legan se lamenta de que no haya otras cosas en la vida que reunirse a comer ajo en un festival. Es ese vacío melancólic­o, ese abismo al que cada uno se asoma (el borde al que alude Crusius), reprimido como odio de sí mismos, el que alimenta y empuja de manera más decisiva al acto violento. Lo otro es la munición ideológica y material necesaria para realizarlo.

La lengua ordena nuestras vidas: incitar al odio, como hacen ya sin pudor muchos políticos, no está resultando gratis

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