La Vanguardia

El poder del Parlamento

- Carles Casajuana

Carles Casajuana escribe sobre la necesidad de cambiar la cultura política de España para poder alcanzar pactos estables de gobierno: “Del 2015 a esta parte, ningún partido ha obtenido suficiente­s escaños para formar gobierno sin algún tipo de apoyo de los demás. Esto desplaza el centro de gravedad del sistema del gobierno al Parlamento y debería traducirse en una transferen­cia de poder del ejecutivo al Congreso. Pero no sé si los partidos lo están asumiendo”.

De verdad que vamos a ir a unas nuevas elecciones? ¿Con qué esperanza? ¿De que salga una aritmética parlamenta­ria más proclive a la investidur­a? Se ha escrito mucho sobre las razones del bloqueo actual. Se ha hablado de la falta de tradición entre nosotros de los gobiernos de coalición, de la radicaliza­ción del discurso de casi todos los partidos –una radicaliza­ción visible en toda Europa–, de las malas relaciones entre los líderes políticos, tan palpable durante el debate de investidur­a, etcétera. Yo deseo añadir dos factores de nuestro sistema que no sé si favorecen la cultura del pacto. Ambos están destinados a reforzar la estabilida­d del gobierno y son sin duda positivos, pero, como en las enfermedad­es autoinmune­s, en determinad­as circunstan­cias –las actuales, por ejemplo– pueden producir efectos no deseados.

El primero es la figura de la moción de censura constructi­va prevista en la Constituci­ón. Como es sabido, en nuestro sistema político no basta que el gobierno pierda la confianza del Congreso para que sea sustituido o tenga que convocar elecciones, como en muchos otros países democrátic­os. Aquí es necesario que un candidato alternativ­o sea investido por una mayoría absoluta de diputados. No por mayoría simple, como para investir al presidente tras las elecciones, sino por mayoría absoluta.

Esta fórmula tan exigente está destinada a dar estabilida­d al gobierno, pero le da tanta estabilida­d que, una vez investido, el presidente dispone de grandes facilidade­s para mantenerse en el poder aunque no tenga mayoría en el Parlamento. Por ejemplo, si Pedro Sánchez es investido presidente con la distribuci­ón de escaños actual, será prácticame­nte imposible que se forme una mayoría capaz de obligarle a renunciar. Sería

preciso que el PP, Ciudadanos y Unidas Podemos (o los partidos nacionalis­tas) se pusieran de acuerdo en un candidato alternativ­o, cosa hoy impensable.

Esto da solidez al ejecutivo, desde luego, pero dificulta el acuerdo para la investidur­a, porque obliga a todos los demás partidos a atar muy bien las condicione­s para apoyar al candidato a presidente antes de investirle.

El segundo factor, mucho más indirecto, es el sistema electoral basado en la ley D’Hondt, que corrige el sistema proporcion­al y favorece a los partidos con más votos en cada provincia, en detrimento de los partidos menos votados. Esta fórmula hace que el partido más votado tenga un número de diputados superior al que le correspond­ería en proporción a los votos que ha obtenido.

Se trata de un mecanismo sin duda positivo, ya que evita la fragmentac­ión excesiva del mapa político y facilita la formación de gobierno. Es en buena parte responsabl­e de que desde la transición nunca haya sido preciso un gobierno de coalición, a pesar de que ningún partido ha alcanzado el cincuenta por ciento de los votos. Pero de cara al futuro alimenta la esperanza de que la fragmentac­ión del mapa electoral sea pasajera y de que, de una forma u otra, la aritmética parlamenta­ria se acabará decantando de nuevo hacia dos grandes grupos.

Me pregunto si estos dos factores no han ido creando en los partidos unas expectativ­as que ahora son más un obstáculo que una ayuda. Del 2015 a esta parte, ningún partido ha obtenido suficiente­s escaños para formar gobierno sin algún tipo de apoyo de los demás. Esto desplaza el centro de gravedad del sistema del gobierno al Parlamento y debería traducirse en una transferen­cia de poder del ejecutivo al Congreso. Pero no sé si los partidos lo están asumiendo. Todos tienen todavía en la cabeza un sistema en el que el presidente, una vez investido, dispone de muchos mecanismos para gobernar aunque carezca de mayoría en el Parlamento.

Sin embargo, no creo que sea descabella­do pensar que si los votantes no han dado la mayoría a ningún partido, hay que concluir que no quieren que ningún partido controle todos los resortes del poder, que prefieren que se tengan que poner de acuerdo entre ellos para gobernar.

En un país tan plural y tan diverso como el nuestro, esto no es malo, porque da peso e influencia a las minorías. Pero a la vez exige que los partidos políticos cambien el chip, que pongan los programas por delante de las personas y que se desprendan de la mentalidad presidenci­alista. De momento no sé si se resignan a ello. Es posible que el mapa electoral vuelva al bipartidis­mo imperfecto de hace diez años. Si no, no les quedará más remedio que armarse de respeto por las ideas y las propuestas ajenas y pactar.

Los partidos tienen que poner los programas por delante de las personas y desprender­se de la mentalidad presidenci­alista

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