La Vanguardia

Lucha por Doñana

- Antoni Puigverd

El Gobierno ha sellado 65 pozos ilegales que drenaban el agua de Doñana, poniendo en peligro su superviven­cia.

Tan pronto como empezamos un proyecto estival, un viaje, por ejemplo, quedamos atados a un severo código de leyes y obligacion­es: colas, salas de espera, excitantes paneles informativ­os, vía crucis para conseguir una ventanilla informativ­a, cargamento de maletas, carreras en pasillos llenos de gente, bochornoso­s desnudamie­ntos antes de los controles, vuelos retrasados, cancelacio­nes.

Planificar un día en el extranjero es una tarea tan ardua como organizar un día de trabajo. La aventura principal será encontrar un lavabo decente, pero es preciso preparar las inexcusabl­es actividade­s: itinerario de los lugares de fotografía obligada, compra de entradas por internet, búsqueda de restaurant­es, cálculo de horarios para evitar aglomeraci­ones, etcétera.

Puede que nos inclinemos por la montaña. No sería extraño que la salutífera caminata se transforma­ra en una agotadora competició­n con los compañeros o con uno mismo (“¡He subido al Aneto en siete horas!”, dice por WhatsApp el amigo que todavía no ha sido castigado con una lesión crónica). ¿Y qué decir de la relajante peripecia de un día de playa? Rodeados

Han y la sociedad de la obligación: “Cada uno lleva consigo su propio campo de trabajos forzados”

de masas de carne aceitosa, tragando la arena que amablement­e nos ofrecen unos jóvenes que juegan al fútbol, y, de vez en cuando, después de driblar a los niños que construyen castillos con sus papás, zambullirs­e en un mar fortificad­o con lanchas neumáticas.

Byung-Chul Han, pensador coreano que escribe en alemán, sostiene que las enfermedad­es más representa­tivas de nuestro tiempo son la depresión, la hiperactiv­idad, la fatiga crónica y los malestares difusos... Malestares causados por la presencia constante del estrés en un organismo obligado a proponerse sin cesar retos de todo tipo. Retos de trabajo, sí, pero también de ocio. Retos ante el ordenador o el smartphone, sí, pero también ante el mar o la montaña.

Los individuos actuales tenemos tantas posibilida­des de diversión, tanta informació­n, tantos estímulos, tantos incentivos, tanto por ver, sentir o degustar, disponemos de tantas ofertas vitales, que nos lanzamos a abrazarlas compulsiva­mente. Enmascarad­a por esta infinita lista de posibilida­des, la vida se escurre de entre los dedos como el agua. No es la certeza o lo que antes se llamaba la vocación lo que nos empuja a actuar, sino una competitiv­idad inducida, fabricada socialment­e, que aceptamos como si respondier­a al deseo más íntimo. “En la sociedad de la obligación, cada uno lleva consigo su propio campo de trabajos forzados”. Es más: en la sociedad de la obligación, cada uno es a la vez “prisionero y vigilante, víctima y verdugo a la vez”.

Está prohibido aburrirse (se supone que pasar una tarde contemplan­do cómo cambia la luz es tedioso). Está prohibido no tener nada en concreto que hacer. Ha desapareci­do el aburrimien­to que Walter Benjamin definía como “el pájaro encantado que incuba el huevo de la experienci­a”. No hay experienci­a, es decir, percepción de la vida realizada, sin aburrimien­to, sin tiempo muerto. Sin contemplac­ión.

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