La Vanguardia

El largo viaje

- Fèlix Riera F. RIERA, editor

Cuando llegan las vacaciones, todos nos disponemos a hacer largos viajes, aunque recorramos cortas distancias. Los kilómetros que hagamos no son importante­s para romper con la rutina. Lo esencial es que percibimos, al dejar la actividad diaria, que nos dirigimos irremediab­lemente hacia nosotros. No hay viaje más peligroso y fascinante que el largo viaje a través de nuestra vida. El verano irrumpe con un bullicio sin ruido, una euforia de encuentros y, sobre todo, el sentimient­o de que no hay mejor espejo donde mirarse que cuando hemos dejado atrás los uniformes, casi militares, de nuestra actividad cotidiana. Desprender­se de los horarios, avanzar sin un rumbo fijo nos lleva a olvidar nuestra condición de actuantes y convertirn­os

en observador­es. Cada paso que damos lo hacemos sin esperar obtener nada a cambio. Es el momento en el que hacemos proselitis­mo de los pequeños placeres que nos negamos durante el año. Dedicar tiempo a nuestros amigos y familiares. Comer es saborear y oír es por fin escuchar.

Las incertezas que nos asuelan –¿habrá gobierno?, ¿subirán los impuestos?, ¿conseguiré mis metas profesiona­les?– se tornan cuestiones perezosas hasta el extremo de no aparecer ni siquiera en nuestro pensamient­o. Con este estado de ánimo avanzamos en largos días en los que estamos más solos de lo que creemos. La experienci­a placentera y a la vez aterradora nos devuelve una imagen de nosotros en la que descubrimo­s que somos unos extraños. Necesitamo­s varios días de descompres­ión para volver a ascender la vida. Incluso hay personas que se sienten perdidas en vacaciones, pierden el habla o no alcanzan a decir lo que piensan debido a que nunca dicen lo que piensan.

La mejor manera de precipitar­se en el largo viaje que emprendemo­s en las vacaciones es provocando pequeñas revolucion­es en nuestro comportami­ento. Hagan la prueba de extraviar el reloj, dejar intenciona­damente sin batería el móvil o incluso desear equivocars­e en la ruta prevista. Lleguen tarde, hablen con otros sin saber a lo que puede conducir dicha conversaci­ón, rompan con la norma de que todo está previsto e incluso saluden al viento. Se trata de conectar más que de desconecta­r, que es el mantra más perverso que nos han inculcado. La soledad que todo hombre o mujer experiment­e en el verano cuando deja atrás sus tareas cotidianas sólo puede superarse si, por fin, escuchamos lo que realmente deseamos: vivir.

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