La Vanguardia

Tatuajes

- Jordi Llavina

En mi niñez, durante los setenta, apenas los llamados lobos de mar lucían tatuajes (aquí, un emocionado recuerdo para el bucanero Billy Bones, con su inseparabl­e ahorcado en el brazo). Veías en los abultados bíceps del joven marino o en la marchita piel del pecho del ya anciano espléndida­s anclas y mortíferos arpones, pero también mullidos corazones asaeteados, con la inevitable rúbrica de un nombre de mujer, de menos enjundia que la intención de dichos dibujos (Pepita o Mamen). A veces eran los nombres de los hijos del navegante (Nekane o Anxo), a los que tanto se echaba de menos en alta mar o, quizá aún más, tras el ígneo abrazo de alguna amante portuaria, en quién sabe qué remota ciudad escandinav­a o chilena. Cuarenta años atrás, sólo se tatuaban las gen

tes de mar, los legionario­s y los consumidos presidiari­os que, por fin, salían de la cárcel, tras infinitos años de contumaz aburrimien­to en celdas salpimenta­das de chinches y aherrumbra­das por el tedio.

Sin embargo, desde hace años tenemos la posibilida­d de toparnos con tatuajes de lo más variopinto, por lo general feísimos, a cuál más recargado, en todo tipo de hijos de vecino (y hasta de no vecinos). Es la democratiz­ación del tatuaje. Crecen como setas los establecim­ientos en que se perpetra el arte de grabar pieles humanas. He oído decir a un alumno mío: “Si me saco la ESO, mis padres me dejan hacer un tattoo”. No hace falta que le preguntes: “¿Estás seguro? Que eso es para siempre”. Nada que hacer: el chaval supera la ESO, aun con una ayudita de sus profesores –que se convierten, por tanto, en cómplices del disparate–, y se tatúa cualquier lindeza.

Estos ojos que viles gusanos habrán de comerse un día han visto algunos tatuajes bonitos, incluso elegantes. Pero los más de ellos son de una fealdad intachable: echen un vistazo a brazos, cuellos y piernas de la mayoría de los futbolista­s, millonario­s o amateurs. Antaño un tatuaje era algo subversivo: el piratilla de turno publicaba así sus congénitas agallas (o acaso su chulería). Ahora, más bien se me antoja una muestra de gregarismo –todos, como las reses: marcadas a fuego–. Además, la práctica entraña problemas: por ejemplo, que uno se harte de ese bochornoso motivo o que, si no se harta nunca, el tatuaje se vaya arrugando con el envejecimi­ento epidérmico y se desvayan sus colores a medida que la luz quema la vida del cuerpo.

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