La Vanguardia

Lo imposible de lo imposible

- Xavier Mas de Xaxàs

La economía de la atención inventa la realidad y nos condena a vivir en el abismo. La redes y los medios populistas nos sacan el aliento con historias fabricadas a partir de discursos políticos cargados de cinismo y emoción, y nos obligan a tomar decisiones mal planteadas que son callejones sin salida, como el Brexit o la república catalana, dilemas imposibles de solucionar.

Tres años después del referéndum en el Reino

Unido y dos después de la consulta en Catalunya ha sido imposible cumplir con supuesta la voluntad del pueblo. La explicació­n en el caso catalán es muy clara, porque el Estado español no contempla la sedición unilateral de un territorio y no autorizó la consulta del 1 de octubre de 2017. Las institucio­nes españolas se han guiado desde entonces por la lógica de preservar la unidad del Estado y hoy cualquier independen­tista sensato reconoce que la vía unilateral fue un error.

Entender el Brexit es más complejo porque el Estado promovió el referéndum sin valorar que un resultado en contra de la UE sería casi imposible de aplicar.

La economía de la atención –la que gana dinero forzándono­s a difundir en las redes sociales lo que pensamos y lo que hacemos– favorece los discursos extremista­s porque desde los márgenes se destaca más que desde el centro. Esta dinámica ha cautivado a muchos líderes políticos. El centro, que hace apenas una década era imprescind­ible para ganar el poder, hoy no lo quiere casi nadie. Johnson, Salvini, Orbán, Kaczinsky, Bolsonaro y Trump son ejemplos de triunfos democrátic­os desde el extremismo.

Estas victorias basadas en la demagogia y la xenofobia no son nuevas. En los años sesenta los republican­os estadounid­enses se afianzaron en lo estados del sur azuzando el descontent­o de la clase media blanca ante los derechos civiles a favor de los negros que promovían los demócratas.

El fervor ideológico y nacionalis­ta anula

el peso de los datos, lo que, a su vez, limita la razón y desdibuja la realidad. La política, en consecuenc­ia, se desprestig­ia. La civilidad se presenta como una debilidad. Sólo vale la furia, que se utiliza para socavar las institucio­nes básicas de la democracia.

El político con un discurso honesto y respetuoso, tolerante con el punto de vista ajeno, contempori­zador y posibilist­a, es criticado sin piedad. Estos ataques no van sólo contra él sino contra el propio sistema democrátic­o. ¿Qué ha hecho Boris Johnson, por ejemplo, desde que a mediados de julio se convirtió en primer ministro? Minar la confianza de los británicos en el Parlamento. Habla de “la voluntad del pueblo” y dice que Westminste­r se niega a cumplir con esta voluntad. La campaña de las próximas elecciones británicas –las que están al caer– la planteará sobre la necesidad de restituir al pueblo la soberanía que el Parlamento le ha sustraído. Esta idea es un oxímoron porque en una democracia parlamenta­ria como la británica la soberanía del pueblo reside en el Parlamento. Johnson, como tantos otros líderes populistas de las decadentes democracia­s liberales, utilizan la palabra popular con el celo que hasta ahora solo utilizaban los regímenes autoritari­os.

Sus arengas, sin embargo, no hacen temblar el pulso al poder legislativ­o. Johnson va a cerrar el Parlamento durante cinco semanas para limitar el debate sobre la UE pero esto no ha impedido que se haya formado una mayoría parlamenta­ria en su contra. Aún en los momentos más críticos, el procedimie­nto ha funcionado. El reglamento, por muy arcaico que nos suene, ha servido para negarle a Johnson la posibilida­d de un Brexit duro. La democracia británica ha dado una lección al poder ejecutivo, una que sólo los estados más sólidos pueden digerir. El Estado de derecho en Hungría, por ejemplo, ha sucumbido al autoritari­smo de Orbán y Polonia corre el mismo riesgo. La democracia en Catalunya quedó muy cuestionad­a hace dos años cuando la mayoría parlamenta­ria ignoró los derechos de la minoría y las advertenci­as del Constituci­onal para aprobar las leyes de referéndum y transitori­edad jurídica. En este caso, a diferencia de lo sucedido esta semana en Londres, el parlamenta­rismo salió malparado.

En las mejores democracia­s, las institucio­nes están por encima del relato político. La historia, asimismo, también suele estar de su parte. Cuando Boris Johnson despierta la nostalgia imperialis­ta –es decir, el dominio comercial y político de colonias sometidas a la voluntad del gobierno de su majestad–, lo hace ignorando el contexto presente y las lecciones del pasado, alguna tan inolvidabl­e como la crisis de Suez en 1956. Egipto (antigua colonia) había nacionaliz­ado el canal. Gran Bretaña, con apoyo de Israel y Francia, intentó impedirlo por la fuerza. El pulso a punto estuvo de implicar a la URSS, aliada de Egipto, riesgo que EE.UU. no quería correr. Así se lo hizo saber a Gran Bretaña, que se retiró humillada. Han pasado 63 años y las opciones británicas de imponer su voluntad en el mundo han disminuido aún más.

Por eso el Brexit es imposible, al menos el que intenta Johnson. No se correspond­e con la realidad histórica ni con la solidez del parlamenta­rismo británico. Unas nuevas elecciones difícilmen­te resolverán el bloqueo en Westminste­r y Bruselas nunca renunciará a una frontera abierta entre Irlanda y el Ulster.

Johnson puede actuar como un fanático y construir una ficción que nos ponga los pelos de punta, pero nunca podrá convertir en posible lo que es imposible fuera del marco legal y democrátic­o. Que las leyes están para tumbarlas en la calle es un privilegio que sólo tiene los que aspiran a la democracia –los jóvenes de Moscú, Hong Kong, Caracas y Teherán, héroes a los que no aplaudimos lo suficiente–, no los ciudadanos de las democracia­s libres.

Unas nuevas elecciones no resolverán el bloqueo en Westminste­r y Bruselas no cederá en Irlanda

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DUNCAN MCGLYNN / AFP Johnson otea el horizonte sin haber zarpado aún
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