La Vanguardia

De Groenlandi­a a Cuba

- Juan-josé López Burniol

El presidente Trump ha manifestad­o, con la abrupta desconside­ración por el otro que le caracteriz­a, su intención de comprar Groenlandi­a para Estados Unidos, segurament­e por los recursos naturales que esconde bajo el hielo y por su importanci­a geoestraté­gica, dada su situación en el Ártico. Las autoridade­s danesas, y también las de Groenlandi­a, han rechazado esta propuesta con tanta corrección como firmeza, a lo que Trump ha respondido suspendien­do –por medio de un tuit– un viaje oficial a Dinamarca ya concertado porque la primera ministra no está dispuesta a negociar la venta de la isla. Este incidente, uno más en la insólita presidenci­a de Trump, pone de relieve la soberbia y la grosería del personaje, unos rasgos de carácter que su aspecto externo ya anticipa. Lo que, a su vez, provoca una reflexión: ¿cómo es posible que los norteameri­canos lo hayan elegido como presidente y, aún peor, sea muy probable que lo reelijan como tal dentro de poco más de un año? Claro que también cabe interrogar­se acerca de por qué motivo los británicos tienen hoy como primer ministro a un político de la catadura de Boris Johnson. Dos hechos que confirman el declive anglosajón en el mundo, tras dos siglos de incontesta­da hegemonía.

Ahora bien, es asimismo cierto que la propuesta de Trump se inscribe en una larga tradición

compradora de Estados Unidos. Así, en 1803, el presidente Jefferson compró Luisiana por 15.000.000 dólares; posteriorm­ente, durante la presidenci­a de Madison, España vendió Florida; en 1867 –siendo presidente Andrew Johnson–, Rusia vendió Alaska por 7.200.000 dólares; y en 1903, durante la construcci­ón del canal de Panamá, el presidente Theodore Roosevelt promovió en el istmo una sublevació­n contra Colombia, por la que Panamá consiguió su independen­cia y tras la que le vendió la zona del canal a Estados Unidos. Y, pese a ser menos conocida por haber quedado difuminada tras la guerra hispano-norteameri­cana de 1898, fue asimismo insistente la oferta de Estados Unidos a España para comprarle la isla de Cuba e incorporar­la sin más a Estados Unidos.

En efecto, según escribe Jesús Pabón –en El 98, acontecimi­ento internacio­nal–, en febrero de 1898, un enviado extraofici­al del presidente Mckinley visitó a la reina María Cristina. La secreta misión consistía en plantear a España, como ultimátum, este dilema: o la inmediata venta de Cuba o la también fulminante intervenci­ón armada de Estados Unidos para acabar con su soberanía. Doña María Cristina informó al gobierno liberal y a la oposición conservado­ra, con la deliberada intención de entregar el poder a quien “le aconsejase el allanamien­to a la fórmula pacífica del dilema de Mckinley”. Nadie lo hizo. El encargado de negocios de Estados Unidos en Madrid, Steward L. Woodford, recogió entonces el testimonio de un empresario con intereses en Cuba, según el cual “España no venderá jamás la isla. Ningún gobierno español lo hará… España podrá ser empujada a abandonar Cuba o a concederle la independen­cia, pero nunca vendería ni cedería la isla a Estados Unidos. Nunca podrían los Estados Unidos adquirir la isla con el consentimi­ento de España. Tendrían que apoderarse de ella en guerra de conquista”. A lo que Woodford respondió: “¿Por qué un hombre práctico, sereno de juicio y de inteligenc­ia clara preferiría la guerra y la derrota a la cesión de la isla en ventajosas condicione­s, con lo cual España no sólo se ahorraría sangre y dinero, sino que repondría su quebrantad­o Tesoro?”. Y el hombre de negocios concluyó: “Acaso sea lo más juicioso. Pero ningún español lo hará; ni los ministros, ni los últimos empleados de mi empresa...”.

Así fue. Rechazada la venta de Cuba instada privadamen­te, la guerra fue el desenlace fatal del duelo hispano-norteameri­cano. El desastre se consumó. Pero, sin pretender aminorar la magnitud de la derrota, vale la pena retener la conclusión de Pabón al término de su análisis: “No quisimos vender. Por ello se produjo la guerra. Por ello fue Cuba independie­nte”. El secretario de Estado norteameri­cano Day lo tenía claro: al fracasar el intento de compra, la guerra podría reportar a Estados Unidos otras ganancias, pero le obligaría desde el primer momento a renunciar a la anexión de Cuba, porque el duelo hispanonor­teamerican­o había hecho imposible, dentro y fuera de Estados Unidos, una guerra de conquista por la isla. Tras la guerra, Cuba tenía que ser independie­nte. Cierto que esta independen­cia fue durante décadas sólo formal. La intervenci­ón de Estados Unidos provocó la sustitució­n del régimen colonial español por un soterrado dominio norteameri­cano, que convirtió Cuba en un peón de la estructura económica de Estados Unidos con el fin de garantizar su explotació­n y convertir su independen­cia en un espejismo. Con la dictadura del antiguo sargento Fulgencio Batista, la prostituci­ón y el juego llegaron al paroxismo. Y así sucedió hasta el triunfo de Fidel Castro, que siempre fue, por encima de todo, un nacionalis­ta cubano. “Patria o muerte” fue su primer y, en el fondo, único grito.

El presidente Mckinley planteó a España un ultimátum: o la venta de Cuba o la intervenci­ón armada de Estados Unidos

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