La Vanguardia

Un premier algo garrulo

- Llàtzer Moix

Las pocas semanas que Boris Johnson lleva como primer ministro británico han bastado para mostrar que piensa mantener su comportami­ento barriobaje­ro, tal como explica Llàtzer Moix: “Al igual que Trump, dice aspirar a reverdecer viejos laureles patrios, y para ello, incongruen­temente, socava los fundamento­s nacionales. Si Trump dijo querer hacer América grande de nuevo, Johnson salivó con el lema ‘Recuperar el control’ que cohesionó a los brexiters”.

Boris Johnson, primer ministro británico, ha sufrido seis derrotas parlamenta­rias en una semana. Es decir, más de las que padecieron en todo el mandato sus predecesor­es Margaret Thatcher (cuatro derrotas en once años), John Major (seis en siete), Tony Blair (cuatro en diez) o Gordon Brown (tres en tres). Es cierto que Theresa May acumuló la fea y demoledora cifra de 33 derrotas en sus tres años en Downing Street. Pero también lo es que, si mantuviera el ritmo, Johnson batiría récords y rozaría las 500 en tres años.

Eso no va a ocurrir. Porque el impulsivo y despeinado Johnson quizá no durará tanto en el cargo. O porque ni siquiera alguien con sus facultades para ofender puede soñar con tal marca. Pero la conclusión es obvia: a Westminste­r no le gusta el agresivo Johnson. Y, desde luego, a

Johnson no le gusta el Parlamento británico. Tanto es así que recurriend­o a una argucia legal, pero indecorosa e irresponsa­ble a pocas semanas de la materializ­ación del Brexit prevista para el 31 de octubre, ha decidido cerrarlo cinco semanas. Lo ha hecho para anular su razón de ser: dar voz a los representa­ntes del pueblo y controlar al Gobierno.

La sesión parlamenta­ria del lunes, la del cierre, fue un pandemóniu­m. Acabó a las dos de la madrugada con gritos, cánticos regionales, conatos de retención del speaker John Bercow para evitar que completara el protocolo de clausura y demás altercados que sorprendie­ron incluso en un Parlamento dinámico y ruidoso como el británico. Todo fue en vano. Johnson se salió, al menos esta vez, con la suya. Westminste­r estará silenciado, si no hay contraorde­n, hasta el 14 de octubre. Y cuantos han visto en este edificio neogótico el símbolo de la democracia con más solera se preguntan, inquietos, qué ha ocurrido.

La respuesta a esta pregunta se resume en la palabra Brexit, un proyecto político divisivo que ha estresado a la sociedad británica, hasta desfigurar­la y hacerla enfermar. Un proyecto entre cuyos impulsores descolla

el ultranacio­nalista Nigel Farage, siempre presto a fotografia­rse con la cerveza y el pitillo en ristre, y con una risotada en el rostro. Y Boris Johnson, que estudió en Eton, fue alcalde de Londres del 2008 al 2106 y ministro de Exteriores del 2016 al 2018, y que conspiró para tumbar a May y ocupar su puesto como premier.

Parecía que para firmar tal carrerón en el Reino Unido era preciso comportars­e con compostura y dignidad. Allí las formas importan: manners before morals. Nada de eso parece regir para Johnson, que en el 2005, haciendo campaña en Henley, trató de seducir a los lugareños diciéndole­s que si votaban tory les crecerían los pechos a sus mujeres. Que en el 2016, en un artículo en The Daily Telegraph, comparó la Unión Europea con Hitler. Que la semana pasada dedicó insultos sexistas, misóginos y homófobos al líder de la oposición... Un garrulo no lo hubiera superado. Y como un garrulo actúa Johnson, a quien el historiado­r Max Hastings calificó en el Financial Times de “anárquico y supremamen­te narcisista”. Garrulo, anárquico y narcisista: un cóctel imbebible.

Todo esto está sucediendo a la luz del día. La última de Johnson ha sido, como decíamos, arrollar al Parlamento. Lo ha hecho secundado por el anacrónico Jacob Reesmogg, un diputado privilegia­do y desdeñoso, un lechuguino de libro; y por un siniestro consejero áulico, Dominic Cummings, que en su día dirigió una campaña del referéndum del Brexit mentirosa, y que sólo por eso debería estar inhabilita­do a perpetuida­d para cualquier cargo más o menos público.

Para agrandar la paradoja, Johnson, al igual que Trump, dice aspirar a reverdecer viejos laureles patrios, y para ello, incongruen­temente, socava los fundamento­s nacionales. Si Trump dijo querer hacer América grande de nuevo, Johnson salivó con el lema “Recuperar el control” que cohesionó a los brexiters . Si el promotor inmobiliar­io y animal televisivo que es Trump rompió luego lazos políticos y comerciale­s globales para cumplir su lema, el insensato Johnson cree posible gobernar una venerable democracia sin escucharla. Y, de paso, fracturand­o el Partido Conservado­r, expulsando a 21 de sus mejores diputados, tratando de convocar unas elecciones sólo para asegurarse un Brexit a la brava, e intentando ganarse al pueblo por la vía de enfrentarl­o al Parlamento que le representa, mientras erosionaba la fama de un país moderado y tolerante. Trump y Johnson coinciden en su voluntad de ignorar reglas y compromiso­s. Creen que es aceptable medrar hacia el poder y, una vez logrado, independiz­arse de todo escrutinio y ejercerlo cual autócratas. Quizás ahí esté la clave: no quieren devolver a sus países a eras de supuesta bonanza económica o imperial. Quieren retroceder más. Quieren volver al tiempo en que un gobernante hacía lo que se le antojaba. Por suerte, el Parlamento ahora silenciado recuperará la voz en octubre. Y esperamos que, entonces, le diga al premier Johnson lo que merece oír.

El primer ministro británico, Boris Johnson, actúa como un garrulo anárquico y narcisista: un cóctel imbebible

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