La Vanguardia

Corazón en el congelador

- Antoni Puigverd

Generalmen­te, las relaciones que uno mantiene en Twitter son desoladora­s. Insultos, chascos, críticas intempesti­vas. O lo contrario: elogios inmerecido­s y lisonjas. De vez en cuando, sin embargo, es posible relacionar­se con alguien que te critica educadamen­te. Sucedió el otro día con un lector que, a pesar de compartir el fondo de mi artículo del pasado lunes, me acusaba de equidistan­te. En dicho artículo, yo sostenía que, en los márgenes más incandesce­ntes del independen­tismo catalán, está cristaliza­ndo un populismo al estilo Salvini centrado en el odio a todo lo español.

Pasadas las conmemorac­iones del Onze de Setembre, en las que los enemigos más conspicuos de Salvini fueron condecorad­os con la Medalla de Honor del Parlament, mi crítica persiste. La retórica favorable a las acciones de Òscar Camps (Open Arms) y Carola Rackete (Sea Watch) es periodísti­camente agradecida, pues conecta con lo políticame­nte correcto internacio­nal. Pero, incluso si es sincera (y no soy quién para ponerlo en duda), esta retórica será ornamental mientras no sea efectiva y constante. Compromete a tan poco que puede ser usada como maquillaje político, mientras, paralelame­nte, se consolida un nacionalis­mo que absolutiza la nación catalana por encima de los ciudadanos; eclipsa o demoniza la discrepanc­ia; desprecia las opiniones de la minoría; bombardea una y otra vez las posiciones del catalanism­o inclusivo; favorece la ampliación de la trinchera contraria (Cs), y, por lo tanto, la conversión de la lengua catalana en materia inflamable.

Por si fuera poco, los presos y expatriado­s son presentado­s como víctimas de aquellos catalanes que no compartimo­s la estrategia independen­tista. La asimilació­n del enemigo interior en verdugo es un arma clásica del populismo. Sobre este humus empieza a germinar una mutación xenófoba del independen­tismo. Una mutación que, participan­do de los tópicos independen­tistas, dirige los dardos contra nuestros magrebíes.

No cometeré la barbaridad de convertir

esta ínfima corriente en expresión del todo. Me limito a subrayar que la absolutiza­ción del nacionalis­mo catalán es el humus en el que germina esta corriente pestífera. La única manera de conjurar las posibles mutaciones xenófobas es defender que, por encima de la nación, existen dos bienes superiores: la sagrada libertad de cada ciudadano y aquellos ideales compartido­s que permiten asegurar la estabilida­d de las sociedades (en el caso catalán, estos ideales eran los del catalanism­o: una visión inclusiva de Catalunya, que el procés está arruinando).

Pero volvamos al lector crítico que me acusaba de ser equidistan­te. Generalmen­te esta acusación se dirige a los que se niegan a aceptar la lógica de las trincheras. El equidistan­te es equiparado al cobarde, al que quiere quedar bien con todos, al que detesta ensuciarse las manos. Y, ciertament­e, muchos equidistan­tes lo son por razones psicológic­as. Pero hay quien escoge la equidistan­cia por razones éticas y políticas. Una frase puede resumir las razones éticas: “Poner el corazón en el congelador”. Para no ser arrastrado por la riada de las emociones colectivas, el equidistan­te procura enfriar los sentimient­os que todo conflicto despierta en el interior de sí mismo.

Las razones políticas de la equidistan­cia pueden ser muchas. Destacaré tan sólo la esencial. Uno puede ser muy crítico con la evolución de la política catalana desde el 2012. Pero esta crítica, si quiere ser honesta, no puede disociarse del marco español. La deriva catalana no se habría producido sin la rectificac­ión fáctica del pacto constituci­onal impulsada por Aznar y por los medios de la capital; y avalada por el poder judicial. No puede entenderse el descontrol catalán actual obviando la pretensión uniformado­ra de un nuevo españolism­o que tiene la osadía de mezclar el unitarismo franquista con el patriotism­o constituci­onal de Habermas. No puede entenderse el sueño independen­tista catalán aislándolo del contexto en el que impera otro sueño: el de la España refundada o planchada a la francesa.

No se puede entender la falta de respeto de la mayoría independen­tista por los catalanes que no lo son sin tener presente que, siguiendo una costumbre iniciada en tiempos de Quevedo, los representa­ntes de la mayoría demográfic­a española siguen usando hoy la minoría cultural catalana como enemigo interior. No puede criticarse la dimensión unilingüís­tica del Manifest Koiné obviando que el Manifiesto por la Lengua Común (firmado por los principale­s escritores españoles) afirma la superiorid­ad cultural, social y democrátic­a del castellano.

El equidistan­te pone el corazón en el congelador para no añadir más madera al incendio. Coloca sobre la mesa todos los elementos de la realidad y no sólo los que convienen a cada trinchera. Por supuesto, disgusta a todo el mundo. Pero sabe que el día en que esta estúpida batalla a todos nos agote, habrá que volver a empezar partiendo de la realidad completa, y no de las fantasías fabricadas. Este día tardará. Por lo que decía Cyril Connolly en La tumba sin sosiego: las drogas son peligrosas, pero la realidad es insoportab­le.

El equidistan­te procura enfriar los sentimient­os que todo conflicto despierta en el interior de sí mismo

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