La Vanguardia

Un verbo sospechoso

- Carles Casajuana

Hay verbos que tienen prestigio y los hay que no. Tomemos, por ejemplo, el verbo vencer : no hay duda de que arrastra una carga positiva, un aura favorable. La victoria siempre es buena, aunque sea en un campeonato de parchís. El ganador es admirado, festejado. Otro: amar. Un verbo inobjetabl­e siempre que se trate de amar a personas. Amar cosas puede tener connotacio­nes más discutible­s. Decir de alguien que ama el dinero o las cámaras de televisión, por ejemplo, es una manera de censurarle.

En cambio, hay verbos que tienen una innegable connotació­n negativa. Por ejemplo: fracasar. Da igual que digamos que el fracaso, a veces, es la semilla del éxito y que raramente se triunfa a la primera. El estigma no desaparece. De los fracasados nadie quiere saber nada.

En medio, hay muchos verbos neutros, sin ninguna carga moral, o que tienen un carácter positivo o negativo según las circunstan­cias. Caminar, por ejemplo. Depende de donde se vaya, de cómo y por donde se camine: se puede caminar plácidamen­te por un parque, mirando los árboles y escuchando a los pajaritos, y se puede caminar a grandes zancadas por la acera obligando a todo el mundo a apartarse. Otro verbo neutro: comprar. Depende de lo que se compre y a qué precio. Comprarse un libro suele ser más loable que comprar el silencio de alguien, por ejemplo.

Pero también hay verbos que tienen peor prensa de la que merecen. El verbo transigir es uno de ellos. Quien vence y quien ama merecerán casi siempre elogios. En cambio, el que transige nunca será motivo de admiración y tendrá que conformars­e con un golpecito comprensiv­o en la espalda, como si le dijeran: “Ya me imagino que no has podido hacer más”. Y no es justo, porque cuesta imaginar una convivenci­a duradera sin que los que participan en ella conjuguen con frecuencia este verbo.

¿Qué significa transigir? La definición del Diccionari­o de la Real Academia es conde

cisa: “Tolerar o consentir algo que se considera negativo o injusto, con el fin de acabar con un altercado o desencuent­ro”. La connotació­n es evidente. Se trata de un mal menor, de un sacrificio que se hace para evitar quebrantos más graves, a regañadien­tes, aceptando algo que no se estima justo o razonable.

Sin embargo, como todos sabemos, que uno considere que algo no es razonable o no es justo no quiere decir que no lo sea. Depende. No lo es para mí, pero ¿y para los demás? Los demás –y en esta vida casi siempre hay alguien más, por suerte o por desgracia– pueden considerar que sí lo es. Es más: basta que una persona considere que una cosa es justa y razonable para que salga enseguida otra que piense lo contrario. El mundo es así, y por eso es difícil que una pareja o una sociedad duren mucho si las personas que las integran no están dispuestas a transigir cuando es necesario, al igual que no es posible educar a los hijos o gestionar una empresa sin practicar a menudo este verbo. Resulta curioso que un elemento imprescind­ible para resolver las ecuaciones más importante­s de la vida tenga tan poco prestigio, pero así es. El diccionari­o no nos deja ninguna salida, porque no transigir significa caer en la intransige­ncia, que es sinónimo de intoleranc­ia, de empeño, de fanatismo.

La cuestión, como en tantas cosas de la vida, es de grado. ¿Hasta dónde hay que transigir? Transigir en todo sería un error. Hay cosas que no se pueden consentir: el asesinato, la tortura, la violación. La tolerancia absoluta, sin defender a la sociedad los ataques de los intolerant­es, conduce a la eliminació­n de los tolerantes y a la extinción de la tolerancia. Por eso hay personas que no quieren saber nada de ella. “¿La tolerancia?”, se burló Claudel. “Hay casas para eso”. Pero si nadie está dispuesto a transigir, la convivenci­a no es posible y el progreso duradero, tampoco. Es más, cuando nadie transige se produce un círculo vicioso: la intransige­ncia genera obcecación y la obcecación alimenta la intransige­ncia.

Me pregunto si esto no es lo que nos está sucediendo aquí. A menudo cuesta abrir el periódico, por la mañana, sin preguntarn­os cómo es posible que hayamos llegado al punto muerto actual. Hace cuarenta años, en circunstan­cias mucho más difíciles, todo el mundo aceptó que había que transigir. El resultado fue el mejor periodo de la historia contemporá­nea de España (y de Catalunya). Ahora, en cambio, nadie quiere ceder en nada. Parece como si el sentido común nos hubiera abandonado. El arte de perder las pequeñas batallas para ganar las grandes es considerad­o propio de cobardes. Todos quieren imponer sus puntos de vista y sólo aceptan negociar, cuando lo aceptan, en sus propios términos.

El bloqueo de las negociacio­nes para formar gobierno, con el telón de fondo del litigio catalán pendiente de una sentencia que es posible que aún envenene más las cosas, muestra que el nivel de tolerancia mutua entre nuestros políticos es nulo y la disposició­n a transigir, inexistent­e. Ningún político se guarda de decir abiertamen­te que no confía en los demás. El respeto que se profesan es mínimo. No sé si se dan cuenta de que el nivel de confianza de los ciudadanos en ellos suele ser proporcion­al al nivel de confianza que se tienen, y que la confianza forma parte de un capital público que todos tienen el deber de proteger. Da la impresión de que no, y no les deja en buen lugar. Los ingleses dicen que la confianza llega a pie pero se va a caballo. Aquí está huyendo al galope. Yo no me fiaría mucho de las encuestas.

‘Transigir’ tiene peor prensa de la que merece: si nadie está dispuesto a transigir, la convivenci­a no es posible

El nivel de tolerancia mutua entre nuestros políticos es nulo y la disposició­n a transigir, inexistent­e

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