La Vanguardia

Precocidad contra conducto reglamenta­rio

- Sergi Pàmies

La gran superficie que comerciali­za las leyendas del fútbol tiene un departamen­to de niños prodigios y precoces. Las leyendas que mejor funcionan son las que acaban bien o que contienen elementos épicos lo bastante seductores para llamar la atención y los sentimient­os de los aficionado­s. De George Best, por ejemplo, cuentan que el primer club irlandés donde tenía que jugar no lo aceptó por ser demasiado escuálido y que, en cambio, fue

Bob Bishop que, al verlo jugar, telefoneó a Matt Busby para decirle: “Creo que te acabo de descubrir un genio”. Pelé también sufrió la prudencia de sus examinador­es: era demasiado joven y aún no había crecido del todo. Sin embargo, debutó con el Santos cuando tenía quince años y con la selección absoluta con diecisiete.

Todo eso viene a cuento de Ansu Fati, que ha emergido como una feliz seta alucinógen­a y está provocando una adhesión que combina el deseo popular de adorar a nuevos ídolos y, al mismo tiempo, la memoria retráctil de quienes afirman que ya lo conocían y ya sabían que llegaría lejos. Que, además, haya

contado con los abrazos y sonrisas públicas de Messi lo sitúa en la misma dimensión de tutelaje con la que Ronaldinho nombró a Messi como sucesor. Con una diferencia: Ronaldinho era un tutor propenso al hedonismo noctámbulo mientras que Messi profesiona­liza su papel hasta el punto de que, por el simple hecho de que el representa­nte de Fati sea hermano de Messi, la malévola creativida­d de los motes ya le ha asignado el de Enchufati.

Ver jugar a Fati, sin embargo, elimina fronteras racionales. Sitúa al espectador en los códigos de la admiración callejera y de lo que Ramon Besa siempre cuenta del gran Oriol Tort: podías saber si un jugador le gustaba por la intensidad de las caladas que le daba a su pitillo. En el caso de Fati, es probable que Tort se fumara todo el cigarrillo de una sola calada porque la admiración que provoca tiene que ver con lo nunca visto y, precisamen­te por eso, no sabemos controlar. Hay, por suerte, una corriente analítica que nos previene del exceso de expectativ­as y del peligro de no entender que Fati tendrá que jugar con el Barça B y asimilar todo lo que le está viviendo. Desde un punto de vista racional, entiendo el criterio de la prudencia protectora. Sin embargo, en la intimidad, cuando nadie me ve, le agradezco a Valverde (¡bravo!) que insista en alinearlo y me entusiasmo y empiezo a recortar fotos de Fati para colgarlas en el museo mental en el que conservo a los protagonis­tas de grandes emociones futbolísti­cas: Pelé, Cruyff, Best, Mágico González, Sotil, Cantona, De la Peña... Es verdad que es un territorio mental que los aficionado­s tenemos que controlar para evitar las babas malsanas de los idólatras, que sabotean el encanto de los posibles ídolos y los acaban asfixiando. Pero que el Barça tenga a un jugador como Fati, capaz de ejercer de delantero centro con el desparpajo de un Eto’o en potencia, y de extremo con el atrevimien­to

Desde un punto de vista racional, se entiende el criterio de prudencia aplicado a Ansu Fati

chulesco de Neymar, y se empeñe en protegerlo, tampoco se entiende. Así que, si les parece bien, nos repartirem­os los papeles. Para que la pedagogía de la protección y la prudencia sirva para algo tangible, yo no practicaré el fanatismo asfixiante pero sí reivindica­ré mi derecho a ilusionarm­e no sólo con el juego y la actitud de Fati (parece humilde y no se ríe como la caricatura de Mozart) sino con la posibilida­d de que sea un fuera de serie que pueda saltarse los conductos reglamenta­rios racionales y, si no es mucho pedir, jugar cada semana.

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TONI ALBIR / EFE Jordi Alba abraza a Ansu Fati
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