La Vanguardia

Las afueras de la política

- Francesc-marc Álvaro

Pedro Sánchez hubiera podido ser Adolfo Suárez y será un holograma. Vamos a la repetición de elecciones generales y, aunque es cierto que la responsabi­lidad del bloqueo no es exclusiva del líder del PSOE, quien tiene más poder y más palancas es quien aparece como máximo causante del estropicio. El novelista estadounid­ense E. L. Doctorow ha escrito, a propósito de la historia de su país, que “con cada nuevo presidente la nación se configura espiritual­mente”. El presidente del Gobierno en España no tiene nada que ver con la figura especial del presidente de Estados Unidos, que ejerce a la vez de jefe de Estado y jefe del Ejecutivo, y cuyo hiperlider­azgo forma parte de los complejos equilibrio­s del sistema institucio­nal que nació con la revolución americana. Con todo, y salvando todas las distancias, la democracia española ha dado varias pruebas de la importanci­a que tiene el carácter de quien llega al palacio de la Moncloa. El papel de Suárez, figura fundaciona­l, creó una pauta que, con más o menos fortuna, ha influido en los que le siguieron. Su forma de construir la presidenci­a, en relación con el rey, las Cortes y la ciudadanía, dio lugar a un modelo fuerte.

Para el autor de Ragtime y La larga marcha, la persona que vive un tiempo en la Casa Blanca “no sólo propone las leyes sino la clase de ilegalidad que rige nuestra vida y provoca nuestras reacciones. Las personas que designa son hechas a su imagen y semejanza. La dificultad en que estas se meten, y nos meten, es la dificultad que lo caracteriz­a a él. Por fin, los medios de comunicaci­ón amplían su carácter hasta que abarca nuestro informe meteorológ­ico moral. Se convierte en la apariencia de nuestro firmamento, en las condicione­s que prevalecen”. En esencia, todo eso es aplicable también al mandatario cuya tarea es estar el frente del Gobierno español. No hay duda de que las presidenci­as –tan distintas entre sí– de Felipe González y de José María Aznar, cada uno con su programa y su estilo, dejaron huella importante en ese sentido. ¿Qué nos dice hoy el informe meteorológ­ico moral colectivo que depende del carácter y de la actuación de Sánchez? Nos describe un desplazami­ento radical: el tipo que prometió explorar un cambio de largo alcance nos arrastra a las afueras de la política. El renacido ha quedado atrapado en su narración de candidato eterno. Y los votantes estamos atrapados entre la desafecció­n, el cabreo, el voto de castigo y esa resignació­n que los estrategas de Sánchez revestirán con las sedas del mal menor.

La nueva convocator­ia electoral implica que el principal encargado de transforma­r un impulso de apertura social y política –las urnas dieron ese mandato– ha preferido extraviarn­os adrede en las afueras de la política para intentar el más difícil todavía. Para conseguir una posición más confortabl­e en el tablero parlamenta­rio está dispuesto a jugarse lo más importante. Doy por hecho que el presidente en funciones no tiene un pelo de tonto, por tanto intento descifrar la lógica de una apuesta que sacrifica su credibilid­ad a cambio de una hipotética mayoría más holgada y menos incómoda que la que podía haber forjado con los materiales que proporcion­aron las urnas el 28 de abril. Aparece, entonces, una explicació­n, tan provisiona­l como todas hoy por hoy: Sánchez está convencido de que –a pesar de lo que digan sus rivales, a pesar de las críticas de los medios y a pesar de las dudas en su retaguardi­a– el electorado al que se dirige aceptará su versión de los hechos. Otra vez el relato: la campaña versará sobre la culpa. ¿De quién es la culpa del colapso y del ridículo? Nos pasará por encima una campaña plebiscita­ria: o Sánchez o el barullo. Eso permitirá que el candidato socialista no tenga necesidad de hablar de proyecto alguno ni de alianzas futuras. Las afueras de la política, lo electoral canibaliza­ndo lo gubernamen­tal, la pulsión demoscópic­a llevada al límite. En una esquina, el argumento para calmar a los poderes informales ante la táctica requemada: si queréis estabilida­d, no puedo depender de Iglesias ni de ERC, no lo resistiría­mos. Subamos la apuesta, la noche es joven.

Pero la crisis catalana –siempre hay un pero– es la interferen­cia en el relato de Sánchez, ese ruido que tapa la fábula del héroe abnegado contra los que no le permiten hacer gobierno. Y no únicamente porque la sentencia del Supremo provoque protestas y manifestac­iones que impactarán en la campaña en

La campaña será plebiscita­ria y versará sobre de quién es la culpa del colapso y del ridículo: o Sánchez o el barullo

Catalunya, también porque Rivera va a cantar el estribillo del 155 para frenar una eventual fuga de votos hacia Casado, y los partidos independen­tistas tendrán la movilizaci­ón más que asegurada, mientras los comunes van a pescar en el enfado de los electores progresist­as catalanes que optaron por Sánchez como voto útil. El PSC no lo pasará nada bien porque esta ruleta pone en peligro su recuperaci­ón.

En las afueras de la política, todo acaba siendo una inmensa broma que debemos tomarnos en serio. Sánchez podía haber sido Suárez, pero eso exige poner en primer plano un cierto desapego hacia la buena suerte. Y leer la historia, no sólo las encuestas.

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