La Vanguardia

Tiempo de coalicione­s

- Manuel Castells

Vamos a las cuartas elecciones en cuatro años. Porque algunos políticos aún no han asumido la nueva realidad política: vivimos en tiempo de coalicione­s. La crisis global de legitimida­d política, cuyas causas y consecuenc­ias analicé en mi libro Ruptura, tiene una consecuenc­ia directa en las democracia­s parlamenta­rias: la fragmentac­ión del voto entre opciones cada vez más diversas. Dada la frustració­n generaliza­da con respecto a los partidos tradiciona­les, de derecha o izquierda, hay una búsqueda de otras propuestas que ofrecen esperanza. Sobre todo, entre los jóvenes que no están anclados en el pasado, a diferencia de los mayores de 60, aterrados ante el futuro.

La erosión de la democracia liberal puede ser lenta o puede acelerarse en momentos de concatenac­ión de crisis económicas y políticas. Como ocurrió en Francia con el desplome simultáneo de todos los partidos y la emergencia de Macron como alternativ­a a la extrema derecha. Aunque la persistenc­ia de la ruptura entre política y sociedad se manifiesta en las revueltas recurrente­s de los chalecos amarillos. O como sucede en el Reino Unido con el desgarro entre partidos y en los partidos con relación al Brexit. ¿Quién hubiera pensado que la democracia parlamenta­ria admirada por todos suspenderí­a el Parlamento para no debatir un tema fundamenta­l?

En España, la conjunción de una crisis económica, de la corrupción política, de la resistenci­a de las indignadas y de la crisis de la relación entre España y Catalunya cuestionó el bipartidis­mo imperfecto caracterís­tico de nuestra democracia. Los dos grandes partidos perdieron una parte sustancial de su voto. Surgieron alternativ­as desde la izquierda plurinacio­nal (Podemos y sus confluenci­as) y desde la derecha y el nacionalis­mo español (Ciudadanos y Vox).

El PP, devastado por su corrupción, fue el que más sufrió. Pero el PSOE estaba en caída libre y en autodestru­cción conspirati­va hasta que la improbable resurrecci­ón de Pedro Sánchez hizo concebir esperanzas de una vuelta a la socialdemo­cracia.

A esa regeneraci­ón socialista apostaron tanto la nueva izquierda como el independen­tismo pactista catalán. Dichas convergenc­ias beneficiar­on al PSOE, pero no hasta el punto de proporcion­arle una mayoría suficiente para gobernar en solitario. Unos escaños arriba o abajo según la coyuntura, España está en la misma situación que los países de nuestro entorno. El gobierno en coalición, o cooperació­n, o colaboraci­ón, o la fórmula que sea, es la regla, no la excepción.

Dicha necesidad también atañe a la derecha. Pero en España, los partidos de derechas, decididos a coaligarse aun a costa de abandonar el centro, tienen una dificultad añadida. En el Parlamento español hay, de forma estable, una treintena de escaños de partidos nacionalis­tas catalanes y vascos que, en ciertas condicione­s, pueden abstenerse en favor de una alianza de izquierda. Pero que siempre votarán contra una derecha nacionalis­ta española que trata de llegar al gobierno con el cuchillo entre los dientes. O sea, que para gobernar la derecha tiene que llegar a 176 escaños, lo que pone el listón muy alto. Un listón sólo superable en situación de emergencia con una Catalunya en rebelión abierta y el Estado español jugándose su superviven­cia. Además, en tal situación, el PSOE también se apuntaría al 155. Sería coalición, aunque no para gobernar, sino para reprimir.

Mientras persista la crisis política en la transición social, tecnológic­a e institucio­nal que vive el mundo, crecerá la fragmentac­ión de la representa­ción democrátic­a, lo que hace de los gobiernos en coalición una necesidad. Incluso entre fuerzas enfrentada­s o ideológica­mente incompatib­les, como sucede en Italia, donde el PD y el Movimiento 5 Estrellas le vieron las orejas al lobo del neofascism­o de Salvini. No se pueden permitir ni una crisis que lleve a elecciones hasta que se calmen las aguas, porque las elecciones las ganaría un peligroso Salvini revanchist­a.

Sin embargo, no hay que entender coalición literalmen­te, por eso cooperació­n es más preciso. Como muestra el caso de Dinamarca y sobre todo el de Portugal, con un eficaz apoyo parlamenta­rio de la extrema izquierda al Gobierno socialdemó­crata portugués sostenido en un control regular de la gestión política. En la Europa del norte hay coalicione­s de todo signo y forma entre las derechas, grandes coalicione­s entre derecha e izquierda, o entre izquierda y verdes, actores crecientem­ente importante­s.

Sólo en Grecia, la peculiar y antidemocr­ática ley griega permite mayorías absolutas. Pero no en España. Ya no puede haber gobiernos en solitario sin apoyo alguno. Investidur­a y presupuest­os requieren alianzas. ¿Y entonces? Cualquier nueva elección no cambiará el bloqueo actual, aunque los números se modifiquen levemente. De modo que para formar gobierno tendrá que haber o coalición de izquierda, con abstención independen­tista para los presupuest­os, o gran coalición entre PSOE y la derecha. Algo que podrían aceptar el PP y un disminuido Ciudadanos que lucha por sobrevivir. Paradójico para un Pedro Sánchez que resucitó mediante su oposición a la gran coalición (“con Rivera no”, le decían sus fieles).

No entro en quién tiene la culpa de la no coalición o cooperació­n de izquierda. Porque, como en los divorcios, los dos son responsabl­es. Parecía preocuparl­es más la imagen mediática que el acuerdo. Lo que constato es el monumental enfado ciudadano contra todos los partidos, sobre todo entre los jóvenes. Abstención masiva. Y sentencias del Supremo en octubre: independen­tismo en Catalunya, los ERE en Andalucía. Aun así, el PSOE, que sólo calcula en porcentaje­s, aspira a 140 escaños. ¿Y qué? Aún faltarían 36. Tiempo de coalicione­s. No las que quieres, sino las que puedes. Y aquí viene lo más peligroso: la cínica propuesta de cambiar las reglas del juego para limitar la intervenci­ón en el sistema político de quienes no se pliegan a los partidos tradiciona­les. Peligroso, porque las demandas sociales son como el agua: si encuentran un bloqueo, desbordan por cauces imprevisto­s.

Mientras persista la crisis política en la transición social, tecnológic­a e institucio­nal, crecerá

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