“El diablo vino a verme”
Álex Aranzábal, expresidente del ejemplar Eibar, revisa su trayectoria en ‘Vivir dos veces’
Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo. Evoca primero en los hombres y mujeres el anhelo del mar libre y ancho
Antoine de Saint-exupéry
Álex Aranzábal (45) se recuerda a sí mismo de niño.
Nos vamos a los años setenta.
Álex Aranzábal es un crío bajo la lluvia. Está de pie, al borde del campo. Un crío cuyo club se faja con los pueblos vecinos. Su equipo es el Eibar y juega en Ipurua: en algunas áreas del estadio no hay asientos. Es un partido de Tercera División.
(...)
Aquel es el fútbol que se vivía entonces en un pueblito de 27.000 habitantes: de entre todas las poblaciones del país, Eibar ocupa el puesto 280 en el orden demográfico. El pueblito se encuentra en el valle del Deba, un lugar entre montañas vascas, un lugar cuyo campo de fútbol, de 4.000 espectadores entonces, se eleva sobre los escombros de los edificios destruidos durante la Guerra Civil.
Hoy, el Eibar es otra cosa.
–Un sueño –dice Álex Aranzábal. El Eibar lleva cinco temporadas en Primera División. Y su gestión económica y deportiva ha sido ejemplar. Su singularidad se estudia en Iese.
El gasto de la primera plantilla ronda los 32 millones de euros, un caso de austeridad en comparación con los 390 millones del Barça (en el curso 18-19). Impera una política de déficit cero (generar recursos sin vender futbolistas y sin hipotecarse). Y se aplica el principio N+1: la estructura de gestión se desmantelará en su totalidad un año después de que el equipo haya descendido a 2.ªa, si es que eso ocurre algún día.
El Eibar se propone como modelo, algo que ha forjado Álex Aranzábal.
Lo que pasa es que él, Aranzábal, ya no está allí, en aquel despacho en Ipurua, en la cima del fútbol en nuestro país.
–Aquella sensación con un regusto de amargura... –dice.
Álex Aranzábal habla despacio y bajito. Mide las palabras. Las utiliza con la precisión de un cirujano. Introduce montones de citas, como si hablara su libro, Vivir dos veces (Conecta).
Me cuenta que el diablo vino a verle. Ocurrió varias veces.
–En ocasiones, el diablo viene sin que te des cuenta. Pasan cosas por tu mente y al cabo de unas semanas o de unos meses adviertes que está aquí. El diablo llega por sorpresa y las primeras veces ni te das cuenta. Creo que a todos nos pasa, antes o después, en algún momento de nuestra vida. Otra cosa es cómo gestionas esa visita. –¿Qué le dijo el diablo?
–Los monjes del Sinaí dicen que el diablo viene al mediodía, cuando el sol aprieta y todo se detiene y estás listo para recibirle...
–¿Y qué pasó?
–Todo iba bien, a pedir de boca.
El equipo de aquel pueblito, cuyas riendas había tomado cuando estaba en 2.ªb, jugaba ahora en Primera. Habíamos ampliado capital y el accionariado a 69 países. Estábamos en Singapur y también en México. Teníamos un éxito increíble. Pero había un regusto amargo.
–¿Y por qué?
–Aquella era la vida que el entorno y la sociedad esperaba de mí. Primaba la fama, el éxito, el reconocimiento, el dinero, el poder, la apariencia... Pero tenía la impresión de que aquello no era lo que yo quería hacer, sino lo que me parecía más aceptado. Al éxito de día le acompañaba una sensación agridulce cuando llegaba la noche.
Así que lo dejó: se marchó en el 2016. Me cuenta la historia de Ignacio de Loyola. Se remite al siglo XVI. Recupera una frase del fundador de la Compañía de Jesús: “No hay que fijarse en las olas, sino detectar si la marea sube o baja”.
–Íñigo de Loyola fue un soldado, y una persona de la corte próxima a la corona. Defendía la muralla de Pamplona frente a las tropas francesas. Un cañonazo le rompió una pierna y le hirió en la otra. Lo llevaban a su Azpeitia a morir. Pero aquella muerte derivó en una lenta recuperación. –¿Y...?
–Entendió que su vida estaba mal enfocada. Demasiado poder, demasiada guerra. Servir a un rey terrenal no tiene sentido. Peregrinó. En la santa cueva de Manresa, donde pasó diez meses, se sumergió en el discernimiento, algo que continúa vigente en el siglo XXI.
–¿El discernimiento...? –La facultad de leer los sentimientos sin entregarnos alocadamente hacia lo que sentimos. Es cierto que no debemos ser tan racionales, no podemos someterlo todo a cálculos matemáticos para ver qué es lo que más nos compensa. Hay que introducir estados de ánimo, emociones. Ser más intuitivo te lleva a lo mejor de ti. Pero las emociones no pueden desbocarse. No puedes alocarte. Ese es el discernimiento. –¿Cuándo lo encuentra usted? –Todos necesitamos ese espacio de meditación. Yo lo tengo, quince minutos cada día en que no hay nada. Ni móviles, ni televisión, ni tableta. Ningún estímulo exterior. Solo estás tú. Y el silencio.
–¿Y es más feliz que antes? –Claramente. Doy conferencias, escribo, dirijo una empresa familiar y una consultoría deportiva. Ayudamos a clubs, intentamos que estén mejor organizados. Y veo menos fútbol que antes.