La Vanguardia

Pídele cuentas al Rey

- D. FERNÁNDEZ, editor

En 1999, José Antonio Quirós estrenó el que creo era su primer largometra­je de ficción, Pídele cuentas al Rey, con Antonio Resines, Adriana Ozores y el propio hijo del director en los papeles de la familia protagonis­ta de una historia ambientada en la gran crisis de la minería asturiana y el cierre de pozos. Resines es Fidel, un minero que se queda sin trabajo pero que va a ser un prejubilad­o de lujo, uno de los muchos que calmaron su amargura con los millones que el Estado español repartió para suavizar el descontent­o de las cuencas mineras y su enorme conflictiv­idad social. La memoria de la Asturias del 34 seguía viva y los enfrentami­entos violentos con la policía llegaron a ser casi un ritual de cohesión y compromiso de clase. Hubo también una marcha de mineros a pie que fueron a Madrid a protestar por su situación y por el abandono en el que, según ellos, los tenía el gobierno. Quirós, asturiano, ya se había fogueado en la realizació­n de documental­es de denuncia, incluso había filmado uno sobre las viudas de la minería asturiana, Solas en la tierra, que se pudo ver en 1996. Así pues, tenía el bagaje y las ganas para dirigir una película a lo Ken Loach, de bajo presupuest­o, y que constituyó un inesperado éxito en su día.

Fidel no se resigna a estar sin trabajo, aunque le prejubilen, e inicia una caminata hacia Madrid junto con su mujer y su hijo para intentar verse nada menos que con el rey Juan Carlos y preguntarl­e que cómo es que no se cumple la Constituci­ón española, la misma que garantiza a cada ciudadano un trabajo digno. Por el camino habrá de todo en esta road movie de denuncia un tanto irregular y en parte fallida, pero que cuenta con un notable elenco de actores, tanto protagonis­tas como secundario­s, con pinceladas y hasta algún brochazo de humor y que tampoco rehúye miserias y contradicc­iones del minero protagonis­ta. La película logró tocar la fibra sentimenta­l de muchos espectador­es que pensaban que sí, que alguien debería responder por la desaparici­ón de la minería asturiana y por tantos abusos y desprecios a la clase trabajador­a. Resultaba muy tentadora, evidenteme­nte, la idea de uno de los desterrado­s de la minería asturiana interrogan­do e increpando al jefe del Estado. Pedirle cuentas al Rey, o cantarle las cuarenta al lucero del alba, es una actitud inequívoca­mente española. En la que, por cierto, volvemos a estar instalados.

Se avecina otra crisis económica y social, dicen los más agoreros. Y estamos inmersos en una crisis política evidente; para algunos, tal vez los mismos que vaticinan la miseria y el paro, estamos viviendo un fin del régimen constituci­onal del 78, aunque haga ya algún tiempo que se afirma la desaparici­ón de una democracia, la nuestra, que se me antoja que lleva varios años probando su fortaleza. Con todo, hay fatiga de materiales en algunas estructura­s del Estado. Y que las tensiones son evidentes, pues creo que no hará falta explicarlo demasiado.

Ante la repetición electoral y la investidur­a que ni siquiera ha llegado a intentarse en segunda vuelta, se percibe un hartazgo ciudadano importante. Nuestros dirigentes están minando irresponsa­blemente el edificio institucio­nal. Y Felipe VI ya ha sido señalado como también responsabl­e del fracaso de las digamos negociacio­nes. No sólo por los republican­os de derechas, que son unos cuantos en este país, ni siquiera por los independen­tistas echados al monte, sino que voces habitualme­nte sabias y ponderadas también creen que debería haber tenido mayor arrojo y protagonis­mo. Es opinable, desde luego, pero dado que es el Monarca el guardián último de la Constituci­ón y sus esencias, creo que sólo podía echar cuentas y ver que no salían. Y resultaba todavía más difícil su labor cuando los líderes de cada partido se apresuraba­n a ir a la prensa, nada más abandonar la audiencia real, con el cuento de lo conversado y dicho. Este es un reino muy peculiar, en el que las formas a veces saltan por los aires pese a que las formas siempre tienen contenido.

Pueden pasar muchas cosas, es una obviedad, de aquí al 10 de noviembre. Y muchos ánimos pueden cambiar, como más de uno de los que ahora afirman que se abstendrán acabará votando. Los índices de participac­ión españoles siguen siendo elevados en relación con el contexto europeo. Pero hay cansancio y decepción, sí. Y aunque cada cual buscará a su culpable o enemigo ideológico favorito, se imponen varias obviedades a fin de cuentas. Pablo Iglesias ha preferido la repetición electoral a dar su brazo a torcer y apoyar gratis a la socialdemo­cracia del PSOE. Rivera ni siquiera se planteó en serio un gobierno de mayoría absoluta junto con los socialista­s (no me cabe duda de que le llegará el momento del arrepentim­iento). Y nadie creía posible, esencias patrias, ni la gran coalición con el PP ni siquiera la abstención generosa de la derecha. Cainismo puro con sus gotas de cinismo. Un cóctel indigesto y venenoso. Pero nos consolamos criticando al rey y pidiéndole cuentas, mientras él observa desde lo alto como se resquebraj­a la base de la pirámide. Que ahora sí pide una reforma importante y ya urgente.

Aunque nuestra democracia ha mostrado su fortaleza, hay fatiga de materiales en algunas estructura­s del Estado

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