“La inseguridad no se agota encarcelando”
Este verano han aparecido en los medios de comunicación constantes noticias sobre la inseguridad en Barcelona. Imágenes de robos, información de reyertas y crónicas de homicidios. Las páginas de sucesos han vuelto a las portadas de informativos. Esta repercusión sobre la vida ordinaria de las personas nos invita a algunas reflexiones ante el riesgo de que los mercaderes del miedo hagan de las suyas.
La información de este tipo de sucesos ha creado un estado de opinión que subraya la implementación de las medidas de seguridad ante el auge de los delitos. Se insiste en aumentar la presencia y acción policial, castigar judicialmente la reincidencia, promover la reestructuración de las fuerzas de seguridad y cuidar la convivencia ciudadana. La sensatez e inmediatez de estas medidas, a pesar de todo, nos deja la impresión de quitarse el problema de encima. Un problema mal definido suele ser un problema mal resuelto.
Si tenemos más de 1.200 personas viviendo en la calle, muchas de ellas en el centro de la ciudad; si un 20% de la población catalana se encuentra en riesgo de exclusión social; si sacamos a los jóvenes de los centros de tutela al cumplir 18 años sin residencia ni permiso de trabajo y malviven en la noche; si la presión turística y especulativa ha vaciado los barrios del corazón histórico –como el Gótico– hasta dejarlos sin habitantes que los humanicen; si los demandantes de protección internacional vagan por la ciudad sin futuro, tenemos un problema de salud social y sobretodo de la vida de las personas.
Las palabras del titular son del papa Francisco y las ha ido repitiendo en sus discursos por las cárceles de todo el mundo. La inclusión social es la mejor solución a la inseguridad social. Si sacamos y apartamos a las personas sin revertir la dinámica de exclusión de la vivienda, del trabajo o la integración vamos por mal camino.
Implementaremos la policía, crecerán las prisiones y como ya ocurre en otras grandes ciudades se alzarán las urbanizaciones amuralladas para los más privilegiados en este abismo de desigualdad. Cierto que no basta la ingenuidad irresponsable de no perseguir los delitos. La seguridad es uno de los grandes bienes de nuestras sociedades, de hecho cada vez son más los que piden refugio más por inseguridad que por hambre. Además los más vulnerables son las principales víctimas de la inseguridad y los que no tienen medios para protegerse.
Pero para los pragmáticos de turno hay que recordar que la inversión en seguridad es la menos rentable, ya que tiende a actuar a última hora y cuando el problema se ha cronificado. Es evidente que hace falta una actuación multifactorial pero la preocupación central ha de ser la vida de las personas y las actuaciones sociales son urgentes porque estos problemas van a crecer. Las administraciones públicas están superadas no solo en sus presupuestos sino también en capacidad de intervención global.
Los ciudadanos estamos llamados a la lucidez. Los cantos mortales de las sirenas de la extrema derecha ya alimentan la alarma para después levantar muros, cerrar los ojos y gritar: “sálvese quien pueda”. Para mejorar la salud social de las calles hay que mejorar la situación de las personas. No basta con vigilar nuestra cartera o móvil para que no marche de su bolso o atender a las sombras que nos persiguen en la noche. Hay que preguntarse, ¿qué está pasando a nuestras ciudades? “No todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan” (Papa Francisco, Laudato Sí).
Apartar a las personas sin revertir la exclusión de la vivienda, del trabajo o la integración no es la solución