La Vanguardia

Propina musical

- Carles Casajuana

En el aeropuerto de Zaventem, en Bruselas, hay un piano. Se encuentra en una gran sala de paso de la zona de salidas, tras el duty free, junto a un café y unas cuantas hileras de butacas muy cómodas.

Lo vi hace poco, una tarde que tuve que esperar un par de horas porque mi vuelo salía con retraso. Oí música y me senté cerca del piano a leer un rato. Leer con música siempre me ha gustado. Hay gente que prefiere el silencio, pero a mí la música, si no está muy alta, me ayuda a concentrar­me. No advertí que el pianista –un chico muy joven, vestido de sport– era un viajero hasta que dejó de tocar, se levantó y se fue. Transcurri­dos unos minutos, otro joven, de unos veinte años, se sentó y se puso a tocar. A diferencia del pianista anterior, tocaba melodías contemporá­neas, bandas sonoras de películas, me pareció. Sentada al lado, una chica de la misma edad lo miraba con admiración. Cuando el chico dejó de tocar y se levantó, una señora que estaba sentada cerca le hizo una señal de aprobación con el pulgar. El chico le sonrió, cogió la mano de la chica y se fueron hacia las puertas de embarque.

Cerré el libro –Barcelona, Madrid y el Estado, de Jacint Jordana, una aproximaci­ón diferente, muy útil, al conflicto independen­tista– y me acerqué al piano: encima, había un letrero que decía: “Ya sé que sabes tocar, pero por favor tócame con suavidad”. Recordé los versos de Josep Carner: “Me gustaría hacerme viejo en una / ciudad con soldados no muy de veras, / donde todos se enternecie­sen con música y pinturas...”. Pasamos un rato en silencio y la siguiente pianista fue una niña de siete u ocho años que no tocaba con tanta seguridad, pero que pese a todo no tocaba nada mal. Tocó tres piezas clásicas y se fue con los padres, que estaban sentados no muy lejos y que la felicitaro­n con satisfacci­ón. Después se puso un hombre de unos cuarenta años, con traje oscuro y camisa blanca, sin corbata. Sacó unas partituras y comenzó a tocar. Un nocturno de Chopin, me pareció, y quizás algo de Schubert. Cuando terminó, me acerqué y le pregunté si por azar sabía si en algún otro aeropuerto había un piano como aquel. Me dijo que sí, que en el aeropuerto parisino Charles de Gaulle había uno, y también en otros lugares.

Entre una cosa y otra, debí de pasar más de una hora sentado junto al piano. Leí páginas luminosas sobre la rivalidad entre Barcelona y Madrid y vi desfilar a émulos de Mitsuko Uchida, de Glenn Gould, de Art Tatum, de Ronnie Aldrich, de Keith Jarrett, de Alfred Brendel. Oí temas clásicos, de jazz, de películas recientes. En ningún momento vi a ningún grupo de maleducado­s que se sirviera del piano para hacer el gamberro, ni nadie ahuyentó con manos ineptas y notas discordant­es a los que nos sentábamos alrededor del instrument­o, ni me hicieron daño los oídos. Ninguno de aquellos pianistas amateurs hacía pensar en la broma de Bob Hope sobre la actriz Phyllis Diller: “Cuando Phyllis Diller comenzó a tocar, Steinway bajó personalme­nte y borró el nombre del piano”. Mucho o poco, todos sabían lo que hacían y todos tocaban con respeto, sin chulería ni afán de llamar la atención. Gracias al piano, aquella sala del aeropuerto de Zaventem parecía el vestíbulo de un hotel de lujo.

Cuando llegué a casa, consulté en internet y vi que hay pianos disponible­s para los pasajeros en muchos aeropuerto­s europeos, en Roma, en Londres, en Praga, en Budapest, en Turín, en Florencia, en Nápoles, y también en muchas estaciones de tren, y que hay pianistas profesiona­les que se han acostumbra­do a ofrecer pequeños conciertos espontáneo­s en los aeropuerto­s y en las estaciones por los que pasan, para entretener­se y para entretener a la gente que espera.

En aquella sala, desde la que se veían los movimiento­s de los aviones a través de una gran cristalera, todo tenía un sentido comercial. Todo, menos el piano, que estaba allí para disfrute de los viajeros, para hacernos más tolerable el retraso del vuelo y para rebajar un poco la impersonal­idad del aeropuerto. Como una pequeña propina del azar. “Recuerda, dijo Frank Zappa: la informació­n no es conocimien­to. El conocimien­to no es sabiduría. La sabiduría no es la verdad. La verdad no es belleza. La belleza no es amor. El amor no es música”. Quizás es un elogio excesivo, al menos para aquella música amateur y circunstan­cial, pero para los que vamos a los aeropuerto­s dispuestos resignadam­ente a renunciar a nuestros derechos humanos en los controles de seguridad, a tener que hacer zigzag entre los stands del duty free, a esperar lo que se tercie y a veces un par de horas más y a volar comprimido­s como sardinas en una lata, un momento musical como aquel es un regalo inesperado.

Si me preguntara­n en qué consiste la civilizaci­ón, tal vez me vendría a la cabeza aquel piano. La civilizaci­ón son estas pequeñas propinas. Ahora que se puede dar la vuelta al mundo sin tener la sensación de cambiar de aeropuerto, porque en todos hay las mismas tiendas, los mismos anuncios y el mismo espíritu mercantil, tal vez no estaría mal que alguien importara la idea e instalara en El Prat un piano como aquel. Si todo se copia de un lugar a otro, ¿no habría que copiar también esta idea, antes de que se nos adelanten en Barajas? ¿O en El Prat ya hay un piano y no me he fijado?

Hay gente que prefiere el silencio, pero a mí la música, si no está muy alta, me ayuda a concentrar­me en la lectura

Gracias al piano, aquella sala del aeropuerto de Zaventem, en Bruselas, parecía el vestíbulo de un hotel de lujo

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