Dos años después del referéndum del 1-O
MAÑANA se cumplen dos años del primero de octubre del 2017, fecha en la que se celebró en Catalunya un referéndum no acordado –con la oposición del gobierno español y del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya– sobre la independencia de Catalunya. Participó el 42% del censo –la gran mayoría de los no independentistas prefirió no hacerlo– y los partidarios de la independencia obtuvieron el 90% de los votos. Durante la jornada se produjo un gran despliegue policial que reprimió de modo inaceptable a quienes acudían a los colegios a votar. Dos días después, en un discurso televisado, el rey Felipe VI acusó a la Generalitat de situarse fuera de la ley y de la democracia. Lo cual no impidió que el 10 de octubre, el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, amparándose en el “mandato popular” del 1-O, declarara la independencia de Catalunya para, acto seguido, suspenderla. Después, el día 27, el Parlament declaró unilateralmente la independencia. Y entonces se activó el artículo 155 que suspendía la autonomía catalana. Lo que siguió fue la desbandada del Govern: se cursaron órdenes de detención contra sus miembros, algunos de los cuales ingresarían en prisión, donde llevan dos años en régimen preventivo, y otros se expatriaron. El intento independentista dejó entre sus partidarios un regusto amargo. No se culminó y tuvo graves efectos para sus impulsores.
Durante los dos últimos años hemos vivido un compás de espera, con sus altos y bajos, aguardando la sentencia del juicio del 1-O, prevista para la primera quincena del mes de octubre, que empieza mañana. Ahora las cosas son distintas. Ante la inminencia del fallo del Tribunal Supremo, se ha activado una estrategia que, por decirlo a la manera del presidente de la Generalitat, Quim Torra, busca de nuevo la confrontación con el Estado. Han pasado, en efecto, dos años. Pero da la impresión de que la acción independentista sigue lastrada, como en el 2017, por un modus operandi en el que cuentan más el simbolismo y el voluntarismo que el rigor y la viabilidad. La posibilidad de alcanzar el objetivo anhelado sin recurrir a la fuerza, algo que el independentismo con buen criterio rechaza, sigue siendo ahora remota, como hace dos años. Y la división de las fuerzas independentistas, con ERC y Jxcat propugnando distintas estrategias, no mejora sus expectativas. Como tampoco lo hace la inestabilidad gubernamental que sufren tanto España como Catalunya.
A efectos prácticos, y pese a la dimensión épica que se ha dado a aquellos hechos, el 1-O no fue un éxito. Las ilusiones depositadas en el referéndum no dieron paso a la independencia. En caso de ser condenatoria, la sentencia del juicio del 1-O soliviantará y enardecerá a los soberanistas. Pero la sensación dominante es que los dos últimos años han pasado, en cierto modo, en balde. No se han reconocido los errores cometidos aquí y allá, entre quienes demostraron su incompetencia para materializar la independencia o entre quienes ordenaron una represión desmesurada, que causó demasiados heridos y dañó la imagen exterior del Estado español.
Todos cometemos errores. No es grave, si sabemos corregirlos. Pero sólo hay un modo de hacerlo: reconociéndolos, primero, y sentando las bases para que no se repitan después. Nada de eso ha sucedido ni está sucediendo. Al contrario: se nos anima desde la más alta institución catalana a tratar de avanzar al margen de la ley. Dos años después, estamos donde estábamos.