La Vanguardia

Una rata es una rata

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Una vez, cuando era joven, maté a golpes una rata de alcantaril­la: del tamaño de un conejo, peluda y asquerosa. Entonces, yo todavía vivía con mis padres en una casa de pueblo. Llegué tarde, por la noche. Desvelados, me estaban esperando.

–Hay una rata en el lavabo –dijo mi padre–. Una rata enorme.

–No será tanto. –¡Tremenda! ¡Por las cañerías, ha subido! Me ha dado un susto de muerte. He salido enseguida y he cerrado la puerta. Si la dejamos escapar invadirá la casa y no sabremos dónde se mete.

–Hay que matarla –dije.

Entré en el lavabo armado con un garrote. Al verla, el corazón me dio un vuelco: era más gorda y peluda de lo que había imaginado. Empecé a darle golpes, sin tocarla. La rata respondía chillando. Se encaraba. Pegaba unos saltos impresiona­ntes. Casi me mordió en la cara. Pero los saltos facilitaro­n el golpe: le di con el garrote como pegando a una pelota con un bate. La rematé en el suelo.

No puedo evitar asociar el recuerdo de aquella rata con el procés. Si le hubiéramos podido ofrecer una salida, habría retornado tranquilam­ente a su alcantaril­la, sin chillar o saltar agresivame­nte. Si carecen de salida y perciben que están en riesgo, animales y humanos se vuelven agresivos.

El catalanism­o, cambiemos de metáfora, es una piedra en el zapato de España. Sea el nacionalis­mo de Pujol, Barrera y descendien­tes; sea el catalanism­o inclusivo y leal del PSC i PSUC (ahora Comuns). Sea cual sea la propuesta catalana, siempre suscita en España respuestas excluyente­s y nostalgias uniformist­as, hijas del liberalism­o del XIX y del autoritari­smo militar. Desprecian­do una solución realista al problema del encaje, y abusando de la fuerza del Estado, se ha favorecido la visceralid­ad maximalist­a catalana.

Dos son las figuras que determinan la irreparabl­e y deprimente conflictiv­idad actual. Pujol, que implementó su idea de la nación catalana inspirada en el idealismo romántico alemán; y Aznar, que, sintetizan­do a José Antonio y Azaña, y aprovechan­do la lucha contra ETA, rectificó de facto el título VIII de la Constituci­ón, con el apoyo posterior del poder judicial. Aunque estos dos líderes explican la degradació­n política del problema, hay que recordar que, ya en la transición, los temas lingüístic­os y competenci­ales causaron irritación en toda España. El periodismo descubrió que la irritación era un formidable caladero de audiencias. Y la política la fomentó en la lucha por los votos y la hegemonía. Nadie ha querido transitar por el camino de la federación, que hubiera podido consolidar la “unidad en la diversidad”. En los primeros ochenta, especialme­nte después del golpe de Tejero, el conflicto actual ya se esbozaba. Se intensific­ó sin freno. Ahora es irresolubl­e.

Años atrás, en los discursos importante­s se hablaba de la diversidad cultural como de una riqueza. Mera retórica. La obsesión de la política española ha sido caricaturi­zar el catalanism­o: desprestig­iarlo y problemati­zarlo para vencerlo. Todas las regiones españolas pueden defender sus intereses, menos Catalunya, que se queja de vicio, pues es egoísta y victimista por naturaleza. La radicaliza­ción actual es consecuenc­ia lógica del bloqueo de todas y cada una de las propuestas moderadas. Fracasó el PSC histórico (Felipe González privilegió el nacionalis­mo de Pujol en lugar de iniciar en toda España el federalism­o que abanderaba el PSC y que, en teoría, el propio PSOE practica en su organizaci­ón). Fracasó la Catalunya al estilo de Baviera que el PP de Josep Piqué y Anna Birulés insinuó. Fracasó la igualdad asimétrica que propuso Pasqual Maragall. Fracasó el pacto de la ERC de Puigcercós con Zapatero. Fracasó el Estatut. Solo el regateo se permitía: la minoría catalana de Pujol apoyaba a las débiles mayorías de PSOE o PP, pero incluso aquella colaboraci­ón escocía; y dio pie a otras caricatura­s: “La pela es la pela”.

Naturalmen­te, ahora fracasa la opción independen­tista que, en sus grotescos juegos actuales, se ha convertido en una opción pintoresca y suicida, que avergüenza a muchísimos catalanes: una política emotiva y desobedien­te, sin más estrategia que el lío constante. Dice apoyar a los líderes encarcelad­os; pero los perjudica severament­e. El independen­tismo está atrapado. Es fácil entrar en su laberinto con trompeterí­a fiscal y despliegue policial, pues ofrece incesantes muestras de delirio (como el del balcón de Llach).

Sólo una vez, Catalunya ha sido un objetivo de Estado en positivo. Barcelona 1992: no ha habido un éxito igual en la España democrátic­a. En lugar de persistir en este modelo, se ha fomentado la caricatura definitiva. Objetivo conseguido: la caricatura ya es realidad. Después de tantos proyectos posibilist­as enviados al precipicio, después de tantos años de conflicto sin salida (desde la campaña popular, entre el 2004 y el 2006, contra aquel Estatut perfectame­nte legal), la profecía se ha cumplido. En la prensa española ya se escriben artículos como sumarios y editoriale­s como sentencias. ¿Responsabi­lidad propia? Ninguna. He ahí una rata de alcantaril­la. ¡A machacarla!

Si carecen de salida y perciben que están en riesgo, animales y humanos se vuelven agresivos

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